Las desnudas
Emilia Pardo Bazán
Lu par Alba





Una tarde gris, en el campo,  mientras las primeras hojas que arranca el vendaval de otoño caían blandamente  a nuestros pies, recuerdo que, predispuestos a la melancolía y a la meditación  por este espectáculo, hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el  irresistible influjo de las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma  humana, y nos comparó a nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad,  con la piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero  Lucio Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del libre albedrío,  protestó, y después de lucirse con una disertación brillante, anunció que, para  demostrar lo absurdo de las teorías fatalistas, iba a referirnos una historia muy  negra, por la cual veríamos que, bajo la influencia de un mismo terrible  suceso, cada espíritu conserva su espontaneidad y escoge, mediante su  iniciativa propia, el camino, bueno o malo, que en esto precisamente estriba la  libertad. -Pertenece mi historia -añadió- a un cruento período de nuestras  luchas civiles, después de la Revolución de 1868; y evoca la siniestra figura  de uno de esos hombres en quienes la inevitable crueldad y fiereza del  guerrillero se exaspera al sentir en derredor la hostilidad y la enemiga de un  país donde todos le aborrecen: hablo del contraguerrillero, tipo digno de  estudio, que mueve a piedad y a horror. Mientras el guerrillero, bien acogido  en pueblos y aldeas, encontraba raciones para su partida y confidencias para  huir de la tropa o sorprenderla, descuidada, el contraguerrillero, recibido  como un perro, sólo por el terror conseguía imponerse: siempre le acechaban la  traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En  guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros; o, por mejor decir,  las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas  contra el cual todo parece lícito, y hasta loable.
 
Ahora, pues, el contraguerrillero  de mi historia -supongamos que se llamaba el Manco de Alzaur- había conseguido  realizar el triste ideal de esta clase de héroes; al oír su nombre,  persignábanse las mujeres y rompían a llorar los chicos. Interpelado el  Gobierno en pleno Parlamento acerca de algunas atrocidades de aquel tigre,  protestó de que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían con digno  castigo; pero realmente, las instrucciones secretas dadas al general encargado  de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla del Manco,  encerraban la cláusula de dejarle a su gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo,  el general, a quien repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que  además tenía hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al  contraguerrillero que, al menos, no se oprimiese violentamente a las mujeres; y  el Manco se comprometió a ello, jurando que si alguno de su partida incurría en  tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas. Los contraguerrilleros,  que conocían las malas pulgas de su jefe, se guardaban bien de contravenir a lo  mandado.
 
Si en alguna ocasión lamentó el  Manco haber empeñado su formidable palabra al general, fue el día en que,  evacuado por las fuerzas de Radico y Ollo el pueblo de Urdazpi, penetró la  contraguerrilla en este foco del carlismo. Es de saber que el párroco de  Urdazpi se encontraba desde hacía año y medio al frente de una partidilla, tan  escasa en número como resuelta y hazañosa, y más de diez veces había puesto la  ceniza en la frente al Manco yéndole a los alcances, batiéndole, cogiéndole  prisioneros y dispersando a su gente, con harto corrimiento y rabia del  contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era ya como un frenesí en el  Manco, y en Urdazpi vivían cinco lindas y honestas muchachas, carlistas y  devotas, sobrinas del párroco faccioso, hijas de su única hermana, fusilada por  los liberales en la anterior guerra. Cuando trajeron ante el Manco, amarillas  cual la muerte y tan sobrecogidas que ni podían llorar a las cinco infelices,  se alzó un tumulto en el alma feroz del contraguerrillero; la promesa al general  combatía los ímpetus salvajes de un corazón sediento de venganza, la venganza  inicua de ensañarse en la familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y  manchada, como se devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la cámara donde  se celebra orgía impura. Meditó un instante, frunciendo las hirsutas cejas bajo  las cuales encandecían dos ojos de brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató  su boca; había encontrado el medio de no faltar a su palabra, y al mismo tiempo  de mancillar al cura en la persona de sus sobrinas. Dio en vascuence una orden  terminante, y poco después las cinco doncellas, enteramente despojadas de sus  ropas, eran paseadas y empujadas al través de las calles del pueblo, entre  rechifla, denuestos, golpes y groseros equívocos de los inhumanos que las  rodeaban, ebrios de vino y de sangre. El Manco había anunciado que sería reo de  pena capital cualquiera de sus contraguerrilleros que no se limitase a mofarse  de la desnudez de aquellas desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas de vergüenza,  intentando velarse el rostro con el pelo, echándose por tierra para que el  fango de las calles las sirviese de vestido, pedían con llanto entrecortado y  desgarrador que les devolviesen su ropa y las fusilasen pronto; y al verlas  como estatuas de dolorido e injuriado mármol, el Manco en persona, o satisfecho  o ablandado ya, escupió a los desnudos y mórbidos hombros de la más joven, y  dijo con bestial risa: «Ahora ya pueden volverse a su madriguera estas  carcundas».
 
Considerar el estado de ánimo de las  sobrinas del cura después del afrentoso suplicio, es como si nos asomásemos a  un abismo de desesperación. Nótese que eran mujeres de intachable conducta, de  grave recato, de profunda religiosidad, más bien exaltada; que las respetaban  en el pueblo por honradas y las celebraban por hermosas; que a pesar de su fe  no tenían vocación monástica, y entre los mozos incorporados a la partida del  cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba en bodas a la conclusión de la  guerra. Pero después del horrible atropello del Manco, para las sobrinas del  párroco de Urdazpi se había cerrado el horizonte, se habían acabado las  perspectivas de la vida y del mundo. La gente, al hablar de ellas, sólo las  llamaban Las desnudadas, y este apodo infamante era como inmensa mancha  extendida sobre su piel, quemada por tantos impuros ojos. Abrumadas bajo la  carga de la desventura, permanecían recluidas en casa, sin asomarse a la  ventana siquiera sin salir ni a la iglesia; ¡la iglesia, que es el refugio de  todos los dolores! Como si estuviesen contaminadas de lepra, como a los  lazrados que la Edad Media aislaba, les traía una amiga, movida a compasión, lo  necesario para su sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto,  diariamente, pues ni aun de ella consentían ser vistas y habladas. Así vivieron  un año...
 
-Pues por ahora -dijimos a Lucio  Sagri, interrumpiéndole-, su historia de usted demuestra que, sometidas a unas  mismas circunstancias, las cinco sobrinas del cura de Urdazpi adoptaron un  género de vida absolutamente idéntico.
 
-¡Aguarden, aguarden! -clamó  Lucio-. No se ha concluido el episodio. Al año, la consabida amiga avisó para  el entierro de una de las sobrinas, la menor. Aquélla a cuyos cándidos hombros  desnudos había escupido el Manco. Enferma de tristeza desde el día de su  desgracia, había ocultado su padecimiento por no ver al médico, o más bien  porque el médico no la viese. Y la primera salida de la Desnudada fue con los  pies para adelante, camino del cementerio. Pocos días después dejó la casa otra  Desnudada, la mayor. Hizo su viaje de noche, con la cara envuelta en tupido  velo, y apareció en Vitoria, en la casa matriz de las religiosas de una Orden  que tiene por misión asistir a los enfermos y amparar a los niños abandonados.
 
Quedaban solamente en Urdazpi  tres de las sobrinas del cura; pero de allí a medio año escapáronse juntas dos  de ellas, y se incorporaron a la partida, que por entonces recorría las  cercanías en triunfo. Una de las muchachas tuvo ocasión de pelear como un  hombre, con denuedo rabioso, contra las tropas liberales hasta que una bala le  atravesó el fémur y pereció desangrada. En cuanto a la otra...
 
-¿Murió también? -preguntamos.
 
-Peor que si muriese -contestó  melancólicamente el narrador-. No sé qué será de ella; rodará por Bilbao; es lo  probable. Esa no supo comprender que por mucho que desnuden el cuerpo, el pudor  y decoro sólo se pierden cuando se desnuda el alma.
 
-¿Y la quinta sobrina del cura de  Urdazpi?
 
-¡Ah! Esa vive hoy al lado de su  tío, que se acogió a indulto al terminar la guerra civil. Humilde y resignada,  ya madura, atendiendo a sus labores domésticas y a sus devociones, no parece  recordar que en algún tiempo quiso vivir apartada de sus semejantes... Y en el  pueblo la respetan, ¡vaya si la respetan! A pesar de que no puede olvidarse la  espantosa acción del Manco, nadie se atrevería a llamarla Desnudada en alta  voz.
 
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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| Las desnudas | 15:58 | Lu par Alba |