Hermán y Dorotea


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En las caprichosas espirales que formaba el polvo del camino en la vaga extensión del espacio, en donde quiera que fijaba sus ojos veía la bella imagen de la joven proscripta, a quien había entregado su corazón. Salió, por último, de aquel éxtasis, encaminándose a la aldea; pero se detuvo sorprendido al ver que la encantadora joven se dirigía hacia una fuente próxima con un cántaro grande apoyado en una cadera y otro más pequeño en la mano. Hermán corrió alegre a su encuentro.

—Otra vez te hallo, hermosa joven—la dijo,—y siempre ocupada en auxiliar a los desventurados. ¿Por qué vienes sola a esta fuente lejana, cuando hay otras en la aldea? Pero ya comprendo: el agua de esta fuente debe gozar de milagrosa virtud, y la llevas para la enferma a quien has salvado.

La joven saludó graciosamente a Hermán, y diciéndole que se creía recompensada de lo mucho que había andado hasta llegar a la fuente, con el gusto de volver a encontrar al hombre generoso de quien había recibido tantos socorros, y le invitó a que fuese a recibir las bendiciones de los favorecidos con sus donativos. Después añadió que acudía a buscar el agua de aquella fuente, porque los fugitivos, al atravesar con los carros y los ganados los arroyos de la aldea, los habían enturbiado.

Así conversando, llegaron a la fuente y acercándose al pilón se inclinó la joven para llenar uno de los cántaros, y Hermán cogiendo el otro, imitó a Dorotea. Entonces vieron su imagen en el agua cristalina, que reflejaba el azul del cielo, y se dirigieron en aquel límpido espejo un afectuoso saludo.

Pidióle Hermán de beber y ella le dio el cántaro. Después se sentaron en el reborde del pilón con familiaridad encantadora. Ella le preguntó qué hacía en aquel lugar, sin el carruaje y tan lejos del sitio donde antes le había visto.

Hermán fijó en la joven una mirada tranquila y amorosa; y como en los ojos de su amada se veían reflejados la prudencia y el juicio, solo con juicio y prudencia debía hablarle:

—He venido a buscarte—dijo—¿para qué ocultarlo? Vivo dichoso con mis queridos padres, ayudándoles en las tareas que exigen nuestra casa y nuestros bienes; soy hijo único, y tenemos mucho trabajo. Yo me ocupo en el cultivo de todas nuestras propiedades; mi padre dirige los negocios de la casa, y mi madre lo anima todo con su presencia. Tú sabes seguramente de qué manera mortifican los criados, con su descuido o su infidelidad, a una buena ama de casa, obligándola con frecuencia a despedirlos y a cambiar unos malos por otros buenos. Por eso mi madre desea hace mucho tiempo tener consigo una joven que quiera ayudarla, no sólo con las manos, sino con el corazón, y que ocupe a su lado el puesto de su hija, muerta en edad temprana. Hoy, al verte junto al carro, ágil, valerosa; al ver la fuerza de tu brazo y la salud que refleja tu semblante; al oir tus razonadas frases, me sentí impresionado; de regreso a mi casa, hice a mis padres y a mis amigos un elogio merecido de ti, y vengo a decirte lo que ellos y yo deseamos.

Hermán estaba turbado, y las palabras salían entrecortadas de sus labios.

—No vaciléis en ser franco—dijo ella.—No temáis ofenderme; os he comprendido y estoy agradecida. Hablad lealmente. Queréis contratarme como criada de vuestros padres, a fin de que me ocupe en las faenas de vuestra casa; habéis creído hallar en mí una mujer fuerte, apta para el trabajo y de corazón menos duro que otras. Vuestra petición ha sido concreta; también lo será mi respuesta. Sí, iré a vuestra casa, haré lo que me marca mi destino. Ya he cumplido mi deber: he restituido la enferma a su familia: ella y los suyos están salvados y son dichosos al verse juntos. Piensan volver muy pronto a su país: los desterrados se complacen en forjarse esperanzas lisonjeras. Yo no me entrego a esas ilusiones en estos tiempos tan tristes y cuando el porvenir quizá nos reserva otros peores aún. Los lazos que me unían al mundo se han roto; ¿quién los reanudará? La necesidad únicamente, la suprema necesidad. Si en la casa de un hombre honrado, bajo la dirección de una mujer inteligente, puedo ganar mi sustento sirviéndoles, lo haré gustosa; porque la reputación de una joven que vaga errante, se halla expuesta a maliciosas suposiciones. Sí: iré con vos tan pronto como entregue estos cántaros a mis amigos y reciba sus bendiciones. Venid: es necesario que los veáis y que sean ellos quienes me confíen a vuestro cuidado.

Hermán oyó alborozado la resolución y el consentimiento de la joven, dudando si confesarle o no la verdad de su propósitos; pero decidió dejarla en su error hasta que estuviera en casa de sus padres. Además había visto en el dedo de la expatriada un anillo de oro, y esto le contuvo.

—Vamos—dijo ella.—Las jóvenes que se detienen mucho tiempo en la fuente, son muy censuradas; y sin embargo, es grato hablar oyendo el murmullo del agua. Al levantarse, se miró otra vez en la clara linfa, y un dulce anhelo se apoderó de ambos. Ella cogió silenciosa los dos cántaros, negándose a dar uno al mancebo, porque no era justo que le sirviera quien pronto había de darla órdenes como amo, y porque creía conveniente que la mujer estuviera acostumbrada a servir desde muy joven, pues sólo a fuerza de servicios llega a ejercer la autoridad que le corresponde en la familia.

En estos coloquios llegaron a la granja; allí, en la era, estaba tendida la enferma, rodeada de sus hijos, salvados por el arrojo de la valerosa doncella. Al mismo tiempo que los jóvenes, entró el juez llevando de la mano a dos niños extraviados que restituía a su madre, quien los acarició llorando, mostrándoles a su nuevo hermanito, que los niños besaron cariñosamente, así como a la pobre enferma que de este modo vió completa su felicidad. La joven dió el cántaro pequeño al anciano para que todos bebieran, y así que hubieron satisfecho la sed que les atormentaba, les dijo gravemente que los veía por última vez, que se acordaran de ella y de los servicios que les había prestado, más por cariño que por gratitud. Se apartaba de ellos con pena; pero comprendía que lejos de serles útil, les era gravosa, y que de todos modos tendrían que separarse hasta que los emigrados pudieran regresar a su patria. Presentó a Hermán, a quien tantos necesitados debían gratitud por el generoso donativo de ropas y de víveres; y por último manifestó que se iba con él a servir a los padres del mancebo, ricos hacendados que no dudaba serían buenos y cariñosos.

Dió el último adiós a todos y también al juez, a quien se mostró agradecida por haberle servido de padre en muchas ocasiones. Después se arrodilló junto a la enferma, a quien abrazó y besó, recibiendo sus bendiciones.

El anciano felicitó a Hermán, asegurándole que teniendo en su casa a Dorotea, no le faltaría una hermana ni a sus padres una hija.

Entre tanto llegaron muchos parientes de la enferma, que le llevaban cariñosos presentes. Todos bendecían a Hermán por su resolución de llevarse a Dorotea, y varias compañeras de la joven dirigieron al mancebo miradas muy significativas, y más de una murmuró al oído de su vecina que si el amo se convertía un día en esposo, Dorotea no tendría motivos para quejarse de su suerte.

Hermán cogió de la mano a la doncella y exclamó:

— Ven, partamos. El día acaba y nuestra ciudad está lejos.

Las mujeres que rodeaban a la joven querían prolongar la triste y cariñosa despedida. Hermán pugnaba por llevarse a Dorotea; ella encargaba a sus amigas que saludaran en su nombre a los ausentes; los niños, llorando y asidos a su ropa, querían impedir la partida de su segunda madre. Por fin consiguió Dorotea desprenderse de ellos con dulzura, y Hermán la arrebató, no sin trabajo, a las últimas caricias, a las últimas palabras de despedida que desde muy lejos aún seguían dándole los emigrados.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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Hermán y Dorotea 9:44 Read by Alba
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