Irmina


Read by Alba

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Con su bonito nombre, casi inédito, sus cabellos color lino de rueca, su rostro blanco, su cuerpo alto y flexible y sus elegantes manos, Irmina parecía una doncella obra maestra, un modelo que copiar para sus hermanas futuras, el conjunto de todo lo delicioso y delicado que puede resultar este género de crisálida. Y tenia sus habilidades: iluminar árboles previamente calcados en el método Cassagne, o molinos cuyas ruedas golpean el agua del río que viene de lejos, o la choza cuya chimenea humea tranquilamente, lo que se indica por espirales azuladas; luego efectos de nieve, de luna, de tormenta, y en general, todo lo que la Naturaleza, vista por el ojo de un profesor de dibujo, puede ofrecer de recargado en lo melancólico y en lo pintoresco.

Irmina era, pues, célebre en la ciudad donde paseaba los días de flesta, luciendo estéticas toilettes, cuyo principal y decisivo adorno era un broche en forma de paleta, donde, sobre un fondo dorado, y semejando los colores, había engarzadas en plata falsas piedras preciosas, y algunas verdaderas.

Tan bonita y tan ridícula, Irmina hubiera inspirado compasión sin sus ojos. Eran casi terribles, completamente negros, fijos, imperiosos, desdeñosos, crueles. Los ojos de Irmina contradecían los efectos de nieve y de luna, los molinos y las chozas, la paleta y sus engarces en plata; cuando se les miraba y sobre todo cuando miraban, parecía mirarse a otra Irmina, ser mirado por una Irmina desconocida y misteriosa; el manto del ridículo caía de sus espaldas y daba la sensación, sin duda a causa del negro inquietante de sus ojos, de una virgen loca, pero píamente apasionada, vestida de esa obscura transparencia, que la noche teje alrededor de una ninfa de mármol, al fondo de los jardines.

Entre sus relaciones, los ojos de Irmina no eran comprendidos; se les deploraba; era el único defecto, la falta de esta criatura tan privilegiada; se les deseaba un gris de bruma, matiz casto, con un dulce brillo azulado para simular «el despertar de la Naturaleza», las mañanas de Abril, cuando los vapores de la escarcha sólo dejan ver «el azul del cielo» en pequeños espacios; otras personas de imaginación más tranquila, sentían no fuesen de un azul puro y uniforme; en fin, los ojos de Irmina eran «un tema de conversación inagotable», y los gustos, manifestando su diversidad, estaban de acuerdo sobre este punto:

«¡Es muy desagradable que una muchacha tan bonita tenga ojos semejantes, ojos como nunca se han visto!»

Sin embargo, hay amantes de los ojos. Uno de ellos visitó la ciudad de que Irmina era la gloria y, habiendo visto sus ojos, no salió de ella.

Este amateur se llamaba Savín. Viajaba eternamente por todas las partes del mundo, mezclándose en las multitudes, buscando miradas extrañas y ojos nuevos. Cuando llegaba a una ciudad, iba a los lugares donde las gentes se pasean y saludan, sonrióndose y gesticulando; y así recogía las más bellas miradas, aquellas cuya gama empieza en la piedad y termina en el deseo. Sabía leer esta escritura compleja, de fulgores y fuegos como las señales nocturnas que se hacen los navios; adivinaba los adúlteros satisfechos y a aquellos que se roen el corazón en una infranqueable soledad; comprendía las huellas de luz pálida, que representan los deseos indolentes y las miradas rápidas que dicen las voluntades seguras de realizarse en la hora escogida; comparaba las llamas vacilantes de la pena con las agudas llamas de la esperanza y las obscuras fosforescencias de la resignación; pero al descifrar, gozaba sobre todo del color y de lo que él llamaba, por una singular innovación, el timbre de las miradas.

Savin diferenciaba el color de los ojos del color de las miradas; según él, los ojos amarillos, por ejemplo, podían dar miradas azules, verdes, negras, rojas, miradas de todos los matices posibles, de esos matices que no tienen nombre, tan fugaces y tan diversos, que no se encuentran dos veces, ni en otros ojos, ni en los mismos. Pero, además de estos matices y ante todo, atestiguaba un matiz fundamental, siempre constante, aunque diferente del color aparente del ojo; asi, ojos azules tienen por matiz fundamental de mirada el amarillo grisáceo, y ojos negros el amarillo dorado; esto es lo que él llamaba el timbre. El timbre da a las miradas la personalidad, las diferencia y las confirma en un tono absoluto y único. Hay ojos casi semejantes en apariencia, pero las miradas de estos ojos, por la diversidad que les da el timbre, son siempre distintas.

Cuando vio a Irmina, Savin juzgó:

«Sus ojos son negros, el timbre es amarillo dorado punteado de rojo, los matices de su mirada pueden llegar hasta el agudo y bajar hasta el negro terciopelo; acabo de percibir una mirada negro-azulada rayada de oro y una mirada verde sombrío con estrías de púrpura»

Y Savin continuó enumerando todas las miradas posibles de los ojos de Irmina, sin cuidarse de las leyes del contraste de los colores, pues según él, el color de los ojos y de las miradas era muy diferente, por esencia, de los colores ordinarios por no estar sometidos a las mismas leyes. Además, sin despreciar la ciencia, la consideraba como una subordinada, buena para las obras en grande, buena para limpiar el sendero por donde paseará nuestro placer; quería distraerse y ser dichoso con la posesión de divinos ojos, de miradas maravillosas «como nunca se hubieran visto».

No fue, pues, más allá, y se casó con Irmina, que se dejó hacer cuando supo que Savln era un «buen partido» y que así podría adornar su blanco cuello con una paleta enriquecida de diamantes.

Entonces Savin se regocijó todo el día en el juego de los ojosojoi de negro terciopelo cuyos sombríos destellos se puntuaban de oro o de púrpura; después buscó en toda su verdad lo que decían los ojos de Irmina.

«Una mujer fríamente apasionada, vestida de la sola obscura transparencia, que la noche teje alrededor de una ninfa de mármol, al fondo de los jardines».

Esto decían los ojos de Irmina; pero mentían como ojos de mujer, pues Irmina habiendo sido una mediocre discípula de Cassagne, fue una esposa honesta y una madre prudente. En sus ratos de ocio iluminaba calcos, como antaño, donde campeaba toda la recargada melancolía de una naturaleza honesta y sentimental; efectos de luna, de nieve, chozas de donde se eleva una cinta azul, molinos cuya agua espuma como agua de jabón.

En los ojos de Irmina no habla más que la ilusión del que se miraba en ellos; era una bella vidriera, que cuando estaba abierta dejaba ver un patio de granja.

Sólo habla ilusión y mentira en los ojos de Irmina; Savín los adoró hasta su muerte, enamorado de sus propios sueños, feliz cuando pasaban visiones de oro o de púrpura como la bendición de una promesa divina, en las miradas de negro terciopelo.

(Traducción de Fernando Calleja Gómez)

 

Publicado en la revista Prometeo (Madrid. 1908). 1911, n.º 30


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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