Es raro
Pío Baroja
Read by Alba
II. De bohemio
—Pues verá usted. Hace diez años vivía yo en una buhardilla de la calle de Vaugirard, enfrente del jardín del Luxemburgo. La casa, por fuera, era elegante. Tenía un patio palaciego; hasta el segundo piso, una escalera muy ornamental, y del segundo al tercero, una escalerilla de madera apolillada y estrecha.
Yo era pintor. Había estudiado en la Escuela de Bellas Artes de Madrid y tenía una pequeña pensión del Ayuntamiento de mi pueblo.
Vivía en un cuartucho, por el que pagaba treinta francos al mes, con una alcoba con su balconcillo al tejado y un rincón que yo llamaba mi estudio, con una claraboya en el techo.
En la alcoba había una chimenea, y en el estudio, una estufa.
En invierno se pasaba un frío terrible, y en verano, de día, no se podía estar de calor. En invierno había el recurso de meterse en la cama, con todas las mantas y abrigo encima. En verano, después de las horas de calor, se abría y se refrescaba el cuarto, y si no quedaba del todo fresco, se podía salir a dormir al tejado.
No había aún luz eléctrica, y para trabajar empleaba un quinqué de petróleo, y para acostarme, una vela.
Entonces yo era un hombre un poco salvaje y consideraba que no necesitaba de nadie.
Era capaz de ponerme unas medias suelas, de coserme los botones que se me caían y de zurcirme la ropa. No sabía apenas hablar francés ni me importaba.
En invierno yo mismo guisaba en la estufa; en verano comía en restaurantes de un franco y de un franco y diez, y estaba contento. Muchas veces no hacía más que una comida al día.
No me importaba más que lo mío. Para mí no había más que la pintura, y discutía de ella con vehemencia y terquedad. Tenía algunos conocidos y paseaba con ellos en el Jardín de Luxemburgo.
A pesar de esto, no estaba a la moda. La moda entonces era ser impresionista, usar barba, melenas y pipa y pintar paisajes con mucha pasta de color. A mí no me gustaba ni la barba ni las melenas ni la pipa, y hacía una pintura correcta y discreta. Sabía dibujar de una manera un poco académica. No tenía sentido del color. Esto tardé bastante en comprenderlo; pero al último lo comprendí. Los compañeros me decían que era pompiet, lo que me indignaba un tanto; pero yo vendía alguno que otro cuadro, y esto para mí era una compensación.
Era también exacto en el cumplimiento de mis obligaciones; pagaba al casero y al sastre, y no hacía tonterías.
Después comprendí, como le digo a usted, que no era un artista. Generalmente, el artista es un extravagante y no tiene buen sentido.
Casi todos los sábados, por la noche, solíamos ir a un café que hace esquina a la calle Soufflot y al bulevar Saint-Michell, que se llamaba, y supongo que se llama, La taberna del Panteón. Estábamos una noche diez o doce bohemios charlando, entre los cuales abundaban los melenudos de barba y pipa. En el grupo había cuatro o cinco chicas y una que era modelo de escultor. Esta muchacha, griega, tenía formas clásicas. Vivía o había vivido hasta entonces con un artista italiano, pequeño y calvo.
—Y ese escultor italiano, ¿dónde anda? —preguntó alguno a la griega.
—Ése es un cochino—contestó ella.
—¿Pues? ¿Qué ha hecho?
—Se ha marchado sin pagar la casa. Esos italianos son unos cerdos. Quisiera que los mataran a todos.
—Son muchos —dijo uno— para hacer esa matanza.
La griega siguió diciendo improperios contra los italianos, cuando vimos a un señor viejo, de barba blanca, que estaba en una mesa próxima acompañado de una muchacha pálida, que se ponía rojo, miraba a la que le acompañaba con aire triste y al mismo tiempo indignado, se levantaba, pagaba y se marchaba con ella.
—Ha afrentado usted a ese pobre viejo, que debe de ser italiano —advirtió uno.
—¿Por qué no ha protestado? —dijo la griega—, hubiéramos discutido.
—Sí; podían haber discutido lo que han hecho los italianos desde Rómulo y Remo hasta la Triple Alianza —aseguró alguien con ironía.
—Yo no sé quiénes son Rómulo y Remo —afirmó la griega.
—Naturalmente; ¿para qué?
—Pero hay que reconocer que hablando se entiende la gente.
—Otros creen lo contrario.
—También hay que reconocer que eso de no pagar el hotel no es exclusivo de los italianos, sino internacional —dijo uno de los pintores.
Nos olvidamos de la cuestión y seguimos hablando de nuestras cosas. La modelo griega encontró pronto un rumano que le acompañaba.
Unos días después, en el jardín de Luxemburgo, vi al viejo italiano y a la muchacha pálida que habían estado cerca de nosotros en el café, y a quien las palabras de la modelo griega había hecho levantarse con aire de indignación.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.