Silvina Ocampo
Amé dieciocho veces pero recuerdo solo tres
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Silvina Ocampo





Para una vida de cuarenta años, pensándolo bien, no es mucho: no prueba ni inconstancia ni falta de seriedad amar dieciocho ve…
Los celosos
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Silvina Ocampo





Irma Peinate era la mujer más coqueta del mundo, lo fue de soltera y aún más de casada. Nunca se quitaba, para dormir, …
El rival
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Silvina Ocampo





Tenía los ojos, más bien dicho las pupilas, cuadradas, la boca triangular, una sola ceja para los dos ojos, una desviaci&oacu…
Con pasión
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Silvina Ocampo





Hasta después de su pubertad, nadie advirtió la pasión que la dominaba: el deseo de inspirar compasión. Y ese d…
La enemistad de las cosas
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Silvina Ocampo





Arqueó su boca al bajar los ojos sobre la tricota azul que llevaba puesta. Desde hacía días, una aprensión inme…
El sombrero metamórfico
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Silvina Ocampo





Los sombreros se usan para precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos; los alpinistas, tampoco. No s…
El remanso
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Silvina Ocampo





La estancia El Remanso quedaba a cuatro horas de tren, en el oeste de Buenos Aires. Era un campo tan llano que el horizonte subía so…
El caballo muerto
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Silvina Ocampo





Sentían que llevaban corazones bordados de nervaduras como las hojas, todas iguales y sin embargo distintas en las láminas de…
El verdugo
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Silvina Ocampo





Como siempre, con la primavera llegó el día de los festivales. El Emperador, después de comer y de beber, con la cara …
La alfombra voladora
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Silvina Ocampo





Enamorados caminaban sobre una alfombra de pétalos, tan suave que una nube del mismo color comparándola con esa alfombra hubi…
El zorzal
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Silvina Ocampo





A mi rey del bosque cordobés le gustaba comer carne cruda, le gustaba imitar el ruido que hace un trapo cuando limpia los vidrios de…
El sillón de nieve
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Silvina Ocampo





Por el camino de la montaña que llega a Megéve, en el mes de enero, en pleno invierno, avanzaba el automóvil, como sob…