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La dama blanca

Gelesen von Alba

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I

Tiene la humanidad ocurrencias extraordinarias, caprichos verdaderamente raros, excentricidades artísticas, cuya explicación es difícil algunas veces o imposible en la mayor parte de las ocasiones.

Hay seres, sin embargo de esto, que pretenden haber encontrado una explicación a lo indescifrable, y que siendo una mera suposioion, le dan todo el carácter y apariencias de realidad.

Los que vienen detrás toman aquel hecho falso por su cuenta, lo exageran, y llega un día en que el hecho, tomando todos los caracteres que distinguen a lo maravilloso, pasa a ser considerado como una tradición.

Ha dicho, no sé quién, que en toda mentira hay algo de verdad: descartando a la tradición de las mentiras que la rodean, vamos a parar directamete a su origen, esto es, a uno de esos caprichos de que os he hablado, que han querido interpretar los demás, y que acaso el que la concibió no llegó nunca a darse cuenta de él.

Resumiendo: Si amamos la verdad, debemos renunciar a la explicación de lo inexplicable.

 

II

Para probar la relación que existe entre lo que he dicho y lo que voy a decir, os hablaré un poco de las ruinas del castillo de San Esteban.

Esto me proporciona la ocasión de referiros una de las cosas más singulares que he visto en mi vida.

En la primavera del año de 1860, partí para una aldea de Aragón, donde una familia amiga acababa de comprar una propiedad de recreo.

En tales ocasiones, después que se han dedicado los primeros dias a la amistad, emplea uno los ratos libres en recorrer los sitios circunvecinos al que uno ocupa.

El hombre es curioso por naturaleza, y generalmente curioso de aquello que no le importa.

Yo, por ejemplo, podía haber vivido muy bien sin recorrer las cercanías de aquella aldea de todo punto indiferente para mi; podía y debía haber dedicado mi tiempo a estudios que me hubieran ilustrado.

Y preferí andar huroneando por bosques y cerros, en lainteligencia de que había de tropezar con alguna cosa que llamase mi atención, como sucedió en efecto.

Yo abrigo la convicción de que en todas partes hay algo que observar; por de pronto, algo de que pueda sacar partido el que, como yo, se dedica a emborronar cuartillas de papel.

En una de mis excursiones tropecé con las ruinas del castillo de San Esteban

De ellas solo se puede declr que forman un inmenso paralelógramo, circuido de un foso amurallado, con su barbacana, puente levadizo y torres, completamente derruidas.

Su fecha se remonta a los buenos tiempos de los Templarios; después pasó a la orden de Calatrava, y creo que Enrique IV se la cedió a don Lope Avendaño, su camarero, dándole al propio tiempo el título de marqués de San Esteban.

Los sucesores de aquel debieron abandonarlo completamente, a juzgar por su estado actual, que no puede ser peor.

Y es lástima, porque siendo susceptible de reparaciones, hubiera podido resistir con gloria la ruda mano del tiempo.

Hoy solo as un montón de informes ruinas; lo único que se conserva, aunque no bien, es la muralla, la plaza de armas y la torre del Sur, en la que se ven algunos artasonados del siglo diez y seis, y buenas ensambladuras.

A veces, en el maderamen de la techumbre, que yace por tierra entre los sillares da los cimientos, sa ven trozos de sillones, despojos de los cortinajes de terciopelo, esqueletos envueltos en túnicas recamadas da armiño, porque el orgullo y la vanidad del hombre viven siempre más que el hombre, restos de armaduras antiquísimas, y hasta un trozo da acero bruñido, qua servía de espejo indudablementa, como los que usaban ea el siglo XV.

 

III

¡Cuántas noches, a la luz de la luna, he pasado muchas horas en la muda contemplación de aquellas reliquias del pasado!

Su fantástica luz, al quebrar sus rayos en las aristas de la torre, dibujaba extrañas figuras de damas y caballeros que, saliendo de sus sepulcros, recorrían sus antiguos dominios; el dulce murmullo del viento semejaba al cuchicheo de aquellas sombras que se movían como si formando sociedad aparte criticasen la frivolidad de las costumbres modernas.

Al mismo tiempo, de entre las ruinas del sitio donde estuvo la capilla salían sonidos misteriosos... plegarias acompañadas por los acordes graves del órgano.

 

IV

A espaldas de la fachada principal del castillo, entre este y la muralla, hay un inmenso jardín, cuyos seculares árboles prestan sombra, a las ovejas que sestean en el estío, ramoneando la yerba de sus calles sin cultivo.

Aquellos carcomidos troncos deben haber recibido confldencias íntimas de los dueños del castillo, nombres grabados en su corteza, que la burlona mano del tiempo se ha entretenido en borrar.

Muchas tardes he pasado en aquel jardín leyendo o escribiendo.

Una mañaoa quedé extrañamente sorprendido al saltar un seto natural que conducia a un sitio desconocido para mi.

Era este una especie de plazoleta de corta extensión, formado por algunos chopos y fresnos, limitada por uno de sus extremos por la tapia del jardín: brotaba con una profusión extraordinaria en todas partes el jaramago, la madreselva, el ajenjo y esa multitud de preciosas florecillas silvestres que rara vez nos detenemos a examinar de cerca y que huellan nuestros pies, sin dirigira sus cálices una mirada, siquiera sea de desdén. Por todas partes se advertía la ausencia absoluta del cultivo; la naturaleza obraba allí con toda su voluntad, sin que la mano de un jardinero, más o menos hábil, coartase sus originales caprichos.

Lo que llamó inmediatamente mi atención fue una figura de piedra, una figura admirablemente escultada, y cuya significación en aquel sitio no podía comprender.

Representaba una dama lujosamente vestida, como para asistir a un brillante sarao, cuya manga muy corta dejaba ver un torneado brazo; su cabello, recogido hacia atrás sobre una despejada y tersa frente, caía en abundantes y rizados bucles sobra su medio desnuda espalda; su brazo izquierdo ostentaba una riquísima pulsera, y con la mano derecha recogía los pliegues de su falda,como para impedir qua esta se enredase en al ramaje.

Su actitud era espectante; ocupaba un sitio próximo a un banco de piedra, como si acabara da levantarse da él a la aproximación de alguna persona.

Aquella figura no tenia pedestal, según se acostumbra a colocar en las qua sirven de adorno en los jardines; sus pies de piedra descansaban en la arena; pero su acción tenía tal movimiento, que era preciso fijarse mucho para convencerse de que no podía andar.

¿Qué significaba aquella estatua en un sitio tan retirado del jardín, donde por lo mismo no podia servir de adorno?

¿Por qué una obra tan acabada de escultura no ocupaba un lugar conveniente en el que hubiese podido ser admirada como merecía?

¿Qué capricho la había colocado allí?

Indudablemente tenía alguna significación que yo quería penetrar en vano, porque no era posible adivinar la eterna misión de aquella estatua de piedra.

Parecía hecha y puesta allí para conmemorar algún acontecimiento.

A menos que, sintiéndose tan cerca de la perfección, no hubiese descendido de su pedestal en busca del hábil artista, pidiéndole que acabase de consumar el milagro, dándole vida, movimiento e inteligencia.

Mucho tiempo permanecí en muda contemplación delante de aquel enigma, de aquella obra maestra, en la que el genio de un artista, tal vez desconocido, había casi usurpado sus atribuciones a Dios; tal era la verdad que encerraba la escultura.

La brisa de la mañana, impulsando las hojas de los árboles, recortadas por los rayos del sol en sus vestiduras, les imprimian cierto movimiento, y como he dicho antes, parecía que la estatua iba a andar.

La ilusión era completa entornando an poco los ojos para recoger la luz.

 

V

De vuelta a casa de mis amigos, referí naturalmente mi descubrimiento de aquella mañana, sin intención, por supuesto, de que dejasen satisfecha mi curiosidad, porque ellos no eran del país, y hacía muy poco que lo habitaban.

Sí noté que al hacerles relación de lo ocurrido, un criado que nos servía en la mesa, me miró de cierta manera, adoptando el ademán del hombre que está enterado del asunto de que se trata, y espera una leve indicación para hablar.

—¿Sabes tú algo de eso, Francisco?— pregunté al fijarme en las miradas del muchacho.

—Cualquiera qua haya nacido en el contorno,—me contestó gozoso de llamar nuestra atención,—adivinará que usted se refiere la dama blanca, según la llaman todos en el país.

—¿Qué es eso de la dama blanca?—le dije,—adivinando ya la aparición de la leyenda.

—Si los señores me dan su permiso, y no les molesto, referiré lo que por aquí se cuenta de esa señora.

—¡Llamas señora a una estatua de piedra!

—Ese es el error: no hay tal estatua ni tal piedra, sino una persona de carne y hueso como nosotros.

— ¡A ver!... cuenta, cuenta,—le dijimos todos a una voz, ávidos de conocer aquella especie de enigma que encerraban las palabras del criado.

Este empezó sn relación en los siguientes términos:

 

 

VI

»Ana de Avendaño, hija de los marqueses de San Esteban, nació destinada al claustro, por una promesa a la Virgen que hizo su madre cuando la llevaba en su seno.

»Parece ser que su esposo guerreaba a la sazón en las Alpujarras, cuando la sublevación de los moriscos, en compañía del Conde de Tendilla y don Alfonso de Aguilar, hermano de Gonzalo de Córdoba. La marquesa prometió dedicar al claustro el fruto de sus entrañas, si la Virgen se dignaba conservar la vida de su esposo.

»Este volvió sano y salvo a su castillo el mismo día en que Ana vio la luz; y hé aquí que desde entonces empezaron a educar a la niña como correspondía a una futura esposa de Jesucristo.

»Por su parte Ana empezó a descubrir desde muy niña las mejores disposiciones para la vida a que se la dedicaba: era en extremo piadosa y caritativa, aficionada a la lectura de libros santos, y pasaba en oración la mayor parte de las horas del día y de la noche. No gustaba como otras jóvenes del lujo y de las diversiones, sino de emplear su vida de modo que redundase en beneficio de los menesterosos, a quienes socorría con mano liberal.

»A pesar de tan buenas disposiciones, y de tales pruebas, que eran bien concluyentes, su padre el marqués, recelaba que la vocación de Ana no fuese del todo firme y sincera; temía que la joven fingiese aquello y se sacrificase, siendo infeliz por toda su vida para no contrariar el voto y los deseos de su buena madre.

»Al efecto procuraba halagar su vanidad por medio del lujo y de la ostentación, poniéndole de intento las ocasiones en que pudiera flaquear su ardiente propósito.

»Pero la joven salía airosa de aquellas pruebas a que el amor de su padre la sujetaba, y cada vez mostraba mayores deseos de abandonar el mundo para siempre.

»Entre estas luchas por parte de su padre y estas victorias por la suya, llegó a los diez y seis años, época fijada de antemano para entrar en un convento de benedictinos de la ciudad.

»La ceremonia de tomar el velo y pronunciar los votos debía tener lugar en el día de San Juan Bautista.

»El marqués de San Esteban tuvo una ocurrencia extraña, cuyas consecuencias estaba muy lejos de calcular.

»Con la idea de que su hija diese un adiós al mundo y se despidiese de sus pompas y vanidades, ideó dar en su casa un brillante sarao, la víspera del día solemne, esto es, el 23 de junio.

»Al efecto hizo disponer los salones de su castillo con todo el fausto y refinamiento que daba de sí la época,; invitó para la expléndida fiesta a todas las familias más principales de la provincia, las cuales se congregaron en la antiquísima residencia de los marqueses de San Esteban en la citada noche.

»Ana estaba deslumbradora de juventud y belleza; vestía un traje enteramente blanco, y llevaba por todo adorno una magnífica pulsera de oro y pedrería en el brazo izquierdo. Cuantas personas tenían la dicha de contemplarla deploraban que tanta juventud, tanta hermosura y tanta maginicencia, fuesen a sepultarse al día seguiente, para toda la vida, al oscuro rincón de un claustro.

»De repente, Ana, que hasta entonces había asistido a la fiesta con la mayor indiferencia, se extremeció al ver cerca de sí a un joven, de unos veinte años, cuya presencia y varonil belleza hizo nacer en su corazón un sentimiento del que hasta entonces no se había dado cuenta. Aquel joven la miraba también como si en su pecho hubiese nacido en el instante un sentimiento idéntico al que Ana sentía.

»Desde el momento en que uno y otro se vieron, uno y otro perdieron su anterior tranquilidad. Ana, que no había amado nunca, y que ignoraba lo que significaba la palabra amor, fuera de su aplicación a las personas con quienes había vivido, comprendió desde luego que de aquel encuentro iba a resultar un mal muy grande. Por primera vez durante su vida sintió que se aproximara el día de su profesión; por primera vez también dejó un instante de pensar en el sagrado y augusto esposo que le habían destinado desde la cuna.

»Hubo un momento de lucidez, en el cual comprendió que estaba perdida si no huía de aquella visión fatal, asechanza que acaso la ponía en su camino el espíritu de las tinieblas.

»Para salvar su alma de sus tenebrosas garras, salió velozmente del salón y se dirigió hacia el sitio más retirado del jardín, esperando que la soledad y la oración devolvería a su espíritu la calma que acababa de perder.

»Una vez en aquel sitio se consideró segura.

»Asomaban ya a sus labios las primeras palabras de una plegaria, cuando sintió muy cerca un leve rumor de pasos. Ana avanzó la cabeza y dirigió sus miradas por entre el verde ramaje, viendo con terror que se acercaba el joven, cuya vista la había causado tal conmoción en el castillo.

»La joven se consideró perdida, si Dios no obraba un milagro.

»Elevó sus miradas al cielo, exlamando con angustiado y fervoroso acento:

–»¡Dios mío, haz que el fuego se convierta en piedra para que no se pierda un alma que debe serte tan querida!

 

VII

»La ausencia de Ana fue bien pronto notada en el castillo, por lo mismo que ella era !a reina da la fiesta. Empezaron a buscarla por todas partes, sin dar con ella.

»Vino el dia; las pesquisas continuaron con mayor afán, porque ninguna, circunstancia tranquilizadora podía explicar una ausencia tan prolongada.

»Los marqueses de San Esteban y todos los convidados empezaban a recelar una descracia, aunque sin adivinar qué era lo que más podían temer.

»Por último, un criado da la casa la descubrió en aquel sitio apartado, llamándola por su nombre: al ver que la joven no contestaba ni se movía, se aproximó, seguido de los marqueses que ya habían recibido la noticia.

«Ana seguía sin dar señales de comprender lo que pasaba a su alrededor.

Entonces la marquesa puso una mano sobré sus desnudos hombros; pero retrocedió espantada, y cayó exánime a pocos pasos.

»Los miembros da la joven tenían la dureza y el frío de la piedra.

»Dios, sin duda, había escuchado su ferviente ruego: el alma voló al cielo, pero el cuerpo quedó en la tierra para patentizar el milagro.»

Publicado en. El Periódico para todos. 9-2-1876, no. 40


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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La dama blanca

27:44

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