Cazando nutrias
Gelesen von Alba
Victor Juan Guillot
Habían salido temprano de las casas. Desde Corrientes soplaba el viento norte, cargado de ese polvillo rojizo que levanta en sus tierras ferruginosas para repartirlo en forma de oftalmías entre los habitantes de la campaña. Es el tiempo en que la gente de por allá saca las; antiparras que guarda desds el verano anterior, para protegerse los ojos ensangrentados por la conjuntivitis. Pesaba el bochorno bajo el cielo plomizo y cercano, a través del cual tamizábase la enceguedora resolana de noviembre. Dilatábase el campo en amarillentos espartillares, quemados por la abrasadora seca que aridecía la tierra hasta los más lejanos confines. El aire mismo parecía sediento en aquel ambiente de horno. A la distancia, acogidos al amparo precario de raleadas isletas de monte, algunos vacunos inmóviles, tendido el flaco cuello, parecían aguardar la llegada de la muerte.
Los hombres dejaron atrás el gran plato arcilloso de un lagunón desecado, y avanzaron a paso lerdo, abrumados por la doble fatiga de la calígine y los bártulos cargados a cuestas. Eran dos; sucios y haraposos, enflaquecidas las caras bajo las barbas atrasadas, terrosos desde las greñudas cabezas hasta los pies calzados de reatadas alpargatas. Eran dos; alto, descarnado, vejancón, el uno. No debía tener más de veinte años el muchachón que lo seguía, doblado el lomo bajo el peso de una gran bolsa abultada de heterogéneas cosas.
Hicieron un alto para darse un resuello. Respiró profundamente el viejo y levantó la cabeza, escrutando largamente el campo, primero, y el cielo, después.
— Tiempo de langosta — murmuró con desgano.
— A lo mejor, comienza de nuevo a pasar la voladora — respondió el otro.
Callaron. El más joven echó al hombro el lío que porteaba y el viejo empuñó la vieja escopeta que dejara caer entre los resecos pastos.
— ¿Vamo? — invitó.
— Vamo — aceptó el otro.
Y reanudaron la marcha.
— Las nutrias deben estar retosando en l'agüita — recordó el más joven.
— Y los carpinchos — corroboró el viejo.
El monte tornábase más espeso y el gramillar verdeaba ahora a la umbría del ramaje. Acercábanse al río y en la atmósfera flotaba la frescura del agua evaporada. Ante sus ojos, grupos de árboles lozanos y exuberantes anunciaban la inmediación del cauce. Reanimados, los dos hombres exigieron más al trasijado organismo y se pusieron sobre la barranca del Mocoretá. Allá abajo relucía el agua fresca y sombría, deslizándose lentamente entre los chañares y ceibales de la costa, poblada de obscuros helechos. La transición entre la atmósfera caldeada del campo abierto y el aire frío del río encajonado fue tan brusca que uno de ellos tiritó como si tuviera fiebre.
— Linda la fresca — habló el muchachón, a tiempo que bajaba con precaución el declive barrancoso.
— No metas bulla, que s'espantan los bíchitos — rezongó malhumorado el viejo, poniendo también con cuidado los pies en las toscas, que afloraban en la tierra como trozos fósiles de la estructura interna del planeta.
Así llegaron hasta el ribazo, limpio, que descendía suavemente en playa, para prolongarse en el agua fina y azulada hasta la cercana costa opuesta. Sentáronse en el punto en que la barranca doblábase en ángulo sobre la línea de la playa. El viejo sacó del pecho un pedazo de diario para tacos, y extrajo de los bolsillos un tarro colorado de pólvora y un mugriento pañuelo lleno de perdigones.
Entretanto, el otro cavaba rápidamente una hornalla en tierra y amontonaba charamusca para el fuego. Prendió un fósforo y a poco la ondulante llama subía; de la pequeña pira, casi invisible en la diáfana claridad del aire que lo rodeaba. Después deshizo el lío, sacó la pava, clareó un tanto el agua de la resaca que la cubría y la hundió en ella, levantándola rebosante y mojada para colocarla enseguida sobre el fuego.
— Mientra, Tagua se va calentando — explicó quedamente.
El compañero asintió con un movimiento de cabeza. En ese momento, sentado en tierra, medía un cuñete de pólvora para volcarlo cuidadosamente en el cañón de la escopeta que sostenía entre las piernas.
Los dos obraban con calma, haciendo cada uno lo suyo, conforme a costumbres de trabajo en común convertidas ya en inmutables prácticas. Cargada el arma, preguntó al otro:
— ¿Vos manejaj el garrote?
— Como quieras — aceptó el muchachón.
— Es mejor — afirmó el primero, quien hablaba como jefe — . Yo soy más seguro pa meniar chumbo.
Quedaron un rato en silencio. Chasqueaban, ardiendo, las ramas medio verdes; largos rizos de humo dispersábanse en el espacio.
— Sí hoy agarramo diej, hacemo tre dosena de nutria — habló, por fin, el joven.
Al otro le brillaron los ojos de codicia.
— Pagan bien este año la nutria.
El viejo movió la cabeza descontento:
— ¡Hum! ... Pagar bien, pagan bien en Güeno Saire; pero don Batista ...
Y se interrumpió, ceñudo.
Lo imitó el otro, agregando después: — Agarrau el gringo.
Su compañero hizo un cansado gesto de indiferencia o resignación.
— Así hacen plata lo jombre ...
Al cabo de una pausa, obedeciendo a quién sabe qué asociaciones mentales, o para desechar pensamientos desagradables, se volvió, interrogante, al compañero:
— ¿Traiste la carne pal churrasco?
— La saqué del atado — respondió el muchacho.
Otra vez volvieron a su mutismo. Sentados, agachadas las cabezas sobre las rodillas, miraban, pensativos, el agua. En los árboles de enfrente se alzó agudamente el reclamo de un pájaro: "¡Huan chivirr! ... " "¡Huan chivirr! ..."
El agua corría callada y tranquila. Cerca de la costa, al pie de los macizos de ceibo, arremansábase, casi negra y metálica, hasta quién sabe qué frías profundidades. Moscas de agua y libélulas, jugueteaban en los claros soleados, deslizándose velozmente al hilo de la superficie y dejando tras de sí una levísima estela. A medio río, sonoro como un enorme taponazo, estalló un zambullón.
— Boga — comentó el de la escopeta.
— Si peseamoj una' l'asamo con papel di astrasa — comentó su compañero con glotona expresión.
Callaron nuevamente. Pasó un rato.
Al fin, el más viejo explayó el tema de las meditaciones que lo traían preocupado:
— ¿Noj habrán campiau de l'estancia? Loj otro día m'encontré el mayordomo y mi amenazó con meterme plomo cuando viniéramoj a nutriar p'uaquí. . .
El muchachón se encogió de hombros:
— El santafecino ése trai siempre mucha prosa — replicó — . Habría que verlo en una di a pie pa saber...
— No; como hombre e jombre — corrígió el viejo.
— Todo somo jombre — rezongó el muchachón —. Y yo digo que si uno quiera ganarse la vida casando bicho en l'agua nu hay derecho e pribirle ... El río es de todos.
— Pero el campo es de l'estancia — observó el viejo — . Y si vienen . . .
— Y si vienen — balaqueó el mocetón — tengo esto y éste. — Con una mano desenvainó el cuchillo, golpeando con la otra las cachas del gran revólver que le abultaba en la cintura.
— Sería cosa fea pa nojotro — reflexionó el viejo.
Inquietos, escucharon un instante. Otra vez chilló el pájaro en los árboles de la costa frontera. Por encima de sus cabezas sopló el aliento cálido del viento norte que arreaba sus ráfagas desde Corrientes.
Al cabo se resolvieron. A una seña del viejo pusiéronse de pie. Con la escopeta el uno, empuñando un grueso palo el otro, orillaron cautelosamente unos ochenta o cien metros. Allí, un meandro del río curvaba la costa en una especie de abra bordeada de árboles cuyas torcidas ramas empapábanse en la corriente.
Arrastráronse hasta una tosca, hundida en el agua como un gran diente roquizo, y espiaron. Primero una, después otra afloraron dos cabezas bigotudas a pocos pasos. Los ojos de los animales relucían, desconfiados entre la rojiza pelambre.
— Apróntate — cuchicheó el de la escopeta.
Las nutrias nadaron silenciosamente hacia la orilla. Simultáneamente sonaron el disparo de la escopeta y el garrotazo. Cuando se aquietó el agua, dos cuerpos aparecieron flotando; a su alrededor, largos hilos rojos se desleían en el agua.
El más joven tiró las alpargatas, arremangó las bombachas y se metió a la corriente que le llegaba hasta las corvas. Salió enseguida con las dos presas.
— Vamoj a desollarla mientra se le pasa el susto a laj otra — dispuso el viejo.
Sin pronunciar palabra, el otro sentóse en el suelo y procedió a la operación. De un tajo abrió un gran ojal en la parte trasera de la nutria debajo de la cola. Díespués tiró de los bordes de la abertura hacía atrás, ayudándose tan pronto con el cabo del cuchillo como de la hoja, hasta dar vuelta la piel como un guante, sobre el cuerpo sanguinolento del animal. Por fin, de un solo tirón, arrancó la piel de la cabeza y la arrojó al suelo como una bolsa húmeda y manchada de rojo. Después repitió el procedimiento con el segundo roedor.
Entretanto, echado de boca sobre la tosca, el viejo observaba el río.
— Arrimate — susurró.
Reptando cuidadosamente, en la diestra el garrote, el compañero se colocó para operar.
De nuevo, sobre la napa elástica y movible asomaban algunas cabezas grises que dejaban blanquear los colmillos bajo los hirsutos mostachos.
Repitióse el ataque; pero en esta ocasión sólo quedó un cuerpo flotando agitadamente entre las revueltas aguas.
— L'erraste el palo — gruñó el viejo.
Callado, el muchacho se metió al agua y sacó el animal todavía caliente y chorreando de la cabeza a la cola. De nuevo empuñó el cuchillo y recomenzó el desuello.
Al cabo de tres horas había once pieles secándose a la sombra. Los dos hombres esperaron largamente sin que una sola cabeza de roedor rompiese la superficie de la corriente.
— Tan asustadas — comenzó el mozo — -. Ya no salen más.
— Iremoj a la otr'oya — propuso el viejo — . Pero más tarde. Ahora pítamo, tomamo mate y churrasquiamo, ¿te parece?
— Bueno — aceptó el compañero, poniéndose de píe — . ¿Y esto?
— Lo dejamo que se oree.
Y terminó de cargar su arma, atacando concienzudamente la carga con la baqueta.
Después, uno y otro liaron cigarros negros y empezaron a echar humo con fruición. Estaban satisfechos. La mañana había sido buena y todavía les restaba la otra guarida de nutrias para la tarde.
El muchachón miró a la barranca.
— Hast'aura — comentó jocosamente — no si hase presente el santafecino ese . . .
— Más vale ... — empezó el viejo, y la palabra se le cortó de pronto, en la ansiosa expectación de la escucha.
— Me pareció oír ... — reanudó pensativo.
— Anímale que bajarán a l'agua — explicó el otro.
— Tal vej, pero. . .
No pudo seguir. Al filo de la barranca, recortándose nítidos contra el cielo triste y grisáceo, surgieron tres hombres.
— ¡Perra! ... — rezongó, rabioso, el viejo — . El santafecino Llaga, Lima y Galarza.
— No aflojés, Crisanto — alcanzó a bisbisear el moceton — . ¡Tamíén somo jombre, qué caray!
Sin hablar, los otros se les vinieron encima, saltando por la barranca. Delante de todos, revólver en mano, el mayordomo de la estancia Mariano Loza, un hombrón alto, fornido y con una cara resuelta como el diablo. Los otros dos le seguían, también rascándose la cintura.
Debían haber desmontado a la distancia para asegurar la sorpresa.
Vociferando, el santafecino se encaró con el viejo:
— No te he dicho, ¡hijo de tal!, que no quiero que vengás a nutriar al río? ¡A balazos te voy a sacar de aquí!
Humilde, removiendo la tierra con la punta de la sucia alpargata, el viejo intentó una disculpa:
— Yo no hago daño a naides, don. Lo bichoj esto no son de l'estancia ...
— Y a lo jombre no se loj insulta, ¡qué porra! — intervino, rezumando soberbia, el mocetón.
Como picado por una víbora, el otro se volvió, bramando:
— A vos, por cogotudo, no te va a quedar cuero pa darle lugar a los lonjazos.
Y cambiando el revólver a la izquierda, empuñó la ancha guacha de domar y avanzó sobre el muchachón, alzando el brazo.
No pudo dar ni dos pasos. Tirando desde abajo, casi sin mover la mano, el otro le hizo fuego dos veces seguidas. El hombre cayó, escupiendo una amenaza; en el suelo tuvo coraje para incorporarse y disparar a su vez. Al mismo tiempo tiró también el viejo con la escopeta y descargaron sus armas los dos acompañantes del recién llegado. Resonaron las detonaciones en la costa, dilatándose en el espacio cargado de electricidad. Mal herido y tirando el revólver ya inservible, el mocetón atropelló cuchillo en mano. Pisó sobre las pieles mojadas y resbaló; en tierra, uno de los otros lo remató.
La escena había sido casi instantánea. De los recién llegados quedaban en pie el llamado Lima y Galarza. Este último, sujetándose la cadera izquierda, de donde le brotaba la sangre a chorros, acribillado hasta el vientre por la descarga de munición patera. En la orilla, con los pies dentro del agua, agonizaba el viejo con tres balazos en el cuerpo. A su lado, humeaba todavía el cigarro, cerca de la mano agitada por el temblor de la muerte.
Lima se agachó sobre el mayordomo y levantóse enseguida, pálido como un difunto. Volvióse entonces a su compañero, que se iba desplomando lentamente.
— Ta muerto. . . ¿Y voj, hermano?
— Jo ... robau pa toda la siega. Pero esos pagaron la nutríada con el cuero...
Se desmayó. El otro lo miró un segundo y después agarró a trepar la barranca en busca de socorro. Quedaron los cuatro cuerpos tendidos sobre el ribazo. Al cabo de un rato, cantó un pájaro en la orilla opuesta. Silenciosamente, primero una, después otra, asomaron algunas cabezas bigotudas a flor de agua. Los ojos curiosos les brillaban entre la pelambre. El río corría calladamente bajo el firmamento opaco y gris.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros".
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.