El misterio de los tres suicidas
Gelesen von Alba
Victor Juan Guillot
Después de todo, siempre queda en la historia un aspecto de misterio que provoca todavía inagotables comentarios en la Colonia Piemonte y hasta en toda la zona agrícola del Departamento San Martín. El viajante de una casa importadora de implementos agrícolas afirmó en la chacra de Prezzolini que en Rosario habíase hablado mucho de la cosa y que los diarios formularon diversas hipótesis para explicar los extraños sucesos, sin que ninguna de ellas fuese aceptada como enteramente satisfactoria. Lo cierto es que un hábil pesquisante rosarino pasó varios días recorriendo la Colonia, visitó las chacras, conversó con unos, interrogó a otros, tomó muchas anotaciones, silbó bajito con expresión enigmática y regresó sin hablar palabra acerca del resultado de sus investigaciones y sin que se supiera después nada de lo que descubrió o comprobó en sus andanzas.
"¿Por qué no se metió preso al francés Bernard?" Esta es la cuestión que plantean victoriosamente en la Colonia, como argumento final de siempre renovadas discusiones, todos aquellos que se precian de tener un poco de sagacidad y que han visto más mundo del que se extiende entre los alambrados de las chacras y los rieles de la línea de trocha angosta.
"¿Por qué no se procedió contra el francés Bernard, cuando nadie dejó de advertir la inexplicable relación existente entre la presencia de ese sujeto y la muerte de los otros?" Claro que nadie llegaba a afirmar que Bernard hubiese echado a Legnardi dentro del pozo en que se lo encontró muerto; tampoco nadie aseguraba que el francés hubiese colgado al criollo Gamarra ni al pobre Alazzio de las cuerdas con que se ahorcaron. "Pero hay muchos modos de matar. Hay muchos modos de hacer morir a la gente"...
La misma señora de Doncel, directora de la Escuela Nacional de la Colonia, una maestra con diploma y que recibía revistas de Buenos Aires, recordaba que con el magnetismo, o con el hipnotismo, u otra fuerza así, se consigue poner a las personas en un estado tal que las entrega sometidas a la voluntad de los demás, sin que puedan negarse a ejecutar cualquier barbaridad que se les mande hacer; aunque sea un crimen.
Y estas cosas no eran fábulas ni fantasías de los libros. En la Colonia vive más de uno que ha visto cosas iguales allá en Italia; y algunos hasta en Rosario, en el Circo Politeama, donde un faquir hacía llorar o reír a cualquiera que se prestaba a ello, solamente con decirle que había ganado la lotería o que le estaban sacando una muela sin inyección, después de haberlo hecho dormir con algunos movimientos de la mano, mientras lo miraba fijamente en los ojos, Es verdad que el inspector de la Defensa Agrícola, en su última jira por las chacras, dijo que en San Martín reíanse a carcajadas de las supersticiones fantásticas de los colones y de sus sospechas descabelladas sobre el francés Bernard, porque estaba probado en autos — al hombre le gustaba repetir la expresión — ; estaba probado en autos, que tanto Legnardi como los otros dos se suicidaron a causa de que entre la crisis, la baja de los precios, la langosta y las deudas, ya no sabían cómo salir del paso- y les entró una desesperación que los llevó a cometer aquella locura.
Eso diría la policía de San Martín, naturalmente. Algo tiene que decir la policía para explicar sus fracasos. Pero cuando tres hombres sanos, fuertes, acostumbrados a luchar y padres de familia, además, se matan en menos de mes y medio, y cuando otro hombre — siempre el mismo — aparece mezclado en esos suicidios, no se necesita ser muy lince para establecer una sugerente conexión entre aquellos dramas y el individuo que directa o indirectamente resulta interviniendo en ellos.
"La chambonada fue — como lo repite hasta el cansancio Prezzolini — , la chambonada fue correrlo a tiros al francés Bernard, en la noche misma del velorio de Gamarra, en vez de agarrarlo y obligarlo a confesar la verdad de las cosas."
Siempre que se procede sin reflexión hay que arrepentirse de una estupidez. Y esto es un axioma en Colonia Piemonte como en cualquier otro punto del planeta.
La verdadera y objetiva relación de los tres suicidios de Colonia Piemonte no disipa totalmente las dudas sus citadas por las glosas con que la condimentan invariablemente los convecinos y amigos de los muertos. Por mucho que se haga para interpretar racionalmente los hechos, siempre queda flotando un trágico ambiente de misterio alrededor de aquello.
Para comenzar por el principio, es menester decir que un día — dos o tres años atrás — apareció en la colonia el francés Bernard. El hombre no era agricultor ni cosa parecida. No se sabe con permiso de quién ocupó un lote de los reservados para edificios públicos; solo con su alma, levantó un rancho de palos, latas, barro y paja, arreglándoselas como pudo para vivir allí. Era un hombre alto, flaco, barbudo y nada comunicativo. En poco tiempo se hizo una huertita, que trabajaba a ratos, criando también algunas aves y conejos en retazos separados del terreno. Con eso atendía sus necesidades, que no eran muy grandes, vendiendo algo, también, cuando se le presentaba la ocasión. Durante los primeros tiempos su presencia despertó alguna curiosidad en la colonia, provocando comentarios más bien desfavorables. El tipo no gustaba y hubo quien nunca dejó de recelar de él. Poco a poco, todos se acostumbraron. Al fin, el hombre parecía medio raro; pero no daba razón a las desconfianzas. Después, y por una casualidad, el francés demostró poseer algunos conocimientos médicos y terminó por ser, a la larga, el curandero de la población. Buena mano para las curas, tenía; eso no lo pudo discutir nadie; sobre todo para arreglar fracturas de huesos era una notabilidad. Ya hubieran querido muchos cirujanos diplomados de Rosario tener su habilidad para colocar un hueso en su sitio, entablillarlo y hacerlo soldar en forma tan limpia que parecía no haberse roto jamás.
Como un día lo llamaban de esta parte y otro día de aquélla, el viejo dejó de atender su granjita para vivir de lo que le daban los chacareros como retribución de sus servicios. A todos les pareció justo; un médico con título les hubiera salido más caro y quién sabe si tan bueno. En esa época se le encontraba frecuentemente por los caminos de la colonia, siempre a pie, hablándose en voz alta o buscando yuyos a lo largo de los alambrados. Atendía a todo el mundo, entraba en todas las casas; pero no se había familiarizado con nadie ni amistado con persona alguna. Conversaba poco, hacía lo suyo y se retiraba después de rezongar algunas recomendaciones en una jerga francocriolla que le salía de entre las revueltas barbas como un bronco rumor de entre un zarzal. La gente tampoco sentíase muy propensa a in timar con una persona así, tan cerrada de genio y con esa cara de pocos amigos que repelía todo intento de familiaridad, mirándolo a uno con aquellos ojos huraños y hundidos bajo el peludo matorral de las cejas grises. Y nadie intentó hacerlo; después de todo, era un ave de paso, cuya procedencia se desconocía y que en cualquier momento se mandaba mudar como había llegado. Cada cual tiene que ocuparse de sus intereses y del estado de sus cosas antes de andar entrometiéndose en vidas ajenas.
Y la situación empeoraba cada día más en la colonia. Ya en los dos últimos años el precio del cereal no dejaba margen ninguno y si no hubiera sido por la rebaja de los arrendamientos y los préstamos en semillas, los colonos no hubieran podido darse vuelta. Se trabajaba con la esperanza de un mejoramiento que no llegaba jamás. Por el contrario, lo que venía siempre era más malo que lo anterior. Primero fue la "seca" prolongada terriblemente como una maldición de Dios caída sobre la tierra. Más tarde, cuando comenzó a llover, y se confiaba en salvar algo de trigo y el maíz, se presentó la langosta. Día tras día, las mangas de voladora ensombrecieron el cielo y abatieron sus nubes voraces sobre los campos, arrasando los bancales, mutilando las arboledas, envenenando las aguas. En toda la Colonia resonaba el estrépito de latas y subían al firmamento las humaredas de fogatas encendidas para ahuyentar aquel flagelo vivo. Los hombres andaban de aquí para allá, pálidos y rabiosos; las mujeres se lamentaban, desesperadas; los chicos hacían una fiesta infernal de su ensordecedor estrépito de latas y las hogueras levantadas con todo lo que encontraban a mano para quemar, con tal que ardiera y largara bastante humo.
La gente dióse por vencida, abandonándose a un som brío desánimo. Era inútil luchar más. Lo malo es que si no se trabaja no hay que comer y alrededor de cada uno hay muchas bocas hambrientas. Ante la improbabilidad del cobro, los bolicheros se ponen serios y retiran las libretas de fiado; además, los arrendamientos vencen, y de la sucursal del Banco se reciben papelitos doblados que traen un mensaje de preocupación y angustias. Sólo quedaba la esperanza de que el gobierno hiciera algo; los diarios anunciaban muchos planes; más pasaban las semanas y los chacareros, reconcentrados y sombríos, rumiaban sus problemas frente a los campos pelados y ardidos, mientras colocaban algunas tiras de barrera para defender de la saltona algún pedacito de sembrado todavía verde, debido quién sabe a qué milagro de la naturaleza.
La contaminación de las aguas y la mala alimentación multiplicaron las enfermedades. Nunca anduvo tanto el viejo Bernard como en aquellos días terribles, en cabeza bajo el solazo, avanzando por los caminos polvorientos, ladrado desde las tranqueras por enflaquecidos perros que se obstinaban en desconocerlo.
Una tarde pasó frente a la chacra de Legnardi; se detuvo y habló largo rato con el colono desde el otro lado del cerco. De las casas, la mujer los vio conversando; y el hijo de los alemanes Hellmuth, que pasó arreando una lechera, cambió con ellos un saludo cansado. Al anochecer, Legnardi entró a la casa callado y pensativo. Comió poco y quedó en el patio, fumando la pipa, cuando la familia se recogió para dormir. Un poco más tarde la mujer lo oyó, entre sueños, pasearse agitadamente de aquí para allá, hablando solo tan acaloradamente como si disputara con alguien.
Cuando se levantaron a la mañana siguiente, los sor prendió su ausencia. Algo después, el mayor de los muchachos, asomándose al pozo, distinguió un bulto en el fondo y comenzó a pedir socorro. A media mañana, entre varios vecinos, sacaron del agua el cadáver del pobre Legnardi.
En la colonia se comentó mucho el suicidio, pero nadie malició nada. Quien más quien menos, todos habían pensado alguna vez en hacer lo que hizo Legnardi, para liquidar de un golpe una situación cada día más tremenda.
Después ocurrió lo de Miguel Alazzio y muchos abrieron los ojos. Un domingo de tarde, la familia regresó de una chacra situada en el fondo de la colonia, donde hubo una fiestita por el bautizo de una criatura. Encontráronse con Alazzio colgado de un tirante del galpón, muerto desde varías horas, a juzgar por lo frío que estaba el cuerpo.
Al hombre se le había notado bastante raro en las últimas semanas; nadie, sin embargo, pudo presumir que iba a terminar así. Andaba muy nervioso, pasábase días sin hablar casi, y solía hacer misteriosas alusiones a enemigos que lo perseguían implacablemente. A lo último, no daba un paso sin tener al alcance de la mano la escopeta cargada. Precisamente, el día anterior estrelló contra el suelo un frasco lleno de cierto cocimiento de yuyos que le había recetado Bernard para los dolores de cintura, gritando que a él no lo iban a envenenar, porque él sabía bien cómo defenderse de los envenenadores.
Entonces nadie en la familia tomó atadero a esas palabras. Ahora, se repitieron y comentaron; y los hombres dieron en cavilar. Después de todo, al francés no lo conocía nadie; él les daba esto y aquello y ellos se lo tomaban sin observaciones, sólo porque les salía barato. Durante el velorio, algunos se arrinconaban, fumando sus pipas, y cambiaban recelosas impresiones. Cuatro o cinco mocetones, encabezados por el hijo del criollo Gamarra, recién licenciado de la conscripción, hablaban vagamente de "hacer algo para librar a la Colonia de las desgracias que le habían caído encima desde que cierta persona tuvo la maldita idea de instalarse entre las chacras".
No hicieron nada; pero la gente dejó de llamar al francés; cada cual se curaba como podía. El otro sintió en seguida el aislamiento. Los que pasaban cerca de su rancho veíanlo trabajando otra vez en la huertita, al rayo del sol, más flaco y más alto que nunca, murmurando y manoteando en el aire como era su costumbre. Unos muchachos arriesgáronse a tirarle algunos terronazos y salieron disparando, aterrorizados por las maldiciones del curandero, quien los corrió furiosamente con un palo.
Al fin se produjo la muerte del criollo Gamarra. Este Gamarra era el único habitante de la colonia que creía aún en el francés. Cuando le hablaban de brujerías y de daños, largaba la carcajada, recordando que el viejo aquel, con unas raíces hervidas, habíalo curado en poco tiempo de una enfermedad al estómago, ya crónica, y que le costara una punta de pesos en las píldoras rosadas que recomendaba el almanaque.
Viniendo del pueblo en sulky, Gamarra estuvo parado largo tiempo frente al rancho del francés, conversando con él desde la calle. Eso lo vieron muchos, pues cuando el vehículo estaba detenido en el camino real, varios transeúntes, el repartidor de pan entre ellos, cruzaron por el paraje cuando los dos hombres conversaban amistosamente. Gamarra era una de las personas que estaban mejor en la colonia. El campo de la chacra era suyo — lo último que le quedaba de la gran estancia transformada en colonia agrícola — y era propietario de una tropa de carros que en tiempo de la cosecha transportaba cereales, regenteada por el hijo mayor, el conscripto. Todos en la casa contaban después que volvió tranquilo, sin que dijera ni se le notara nada de extraordinario. Repitió ciertas conversaciones oídas en el pueblo, anunció algunos trabajos para el otro día, cenó y fue a acostarse. Nadie en la casa lo sintió levantarse durante la noche. Pero a la mañana siguiente, el primero que se tiró de la cama descubrió a Gamarra ahorcado, pendiente del techo de la piecíta que servía de comedor.
La noticia corrió inmediatamente por la colonia, provocando gran excitación en todas partes. Gamarra era un vecino de importancia, había sido juez y estaba considerado como caudillo político de la zona. Todo esto, añadido a las circunstancias que rodearon su muerte, tan sospechosamente igual a las anteriores, fermentó las levaduras de desconfianza y odio sedimentadas por los dramas precedentes.
Muy pocos atreviéronse a dudar, ahora, de que algo, una voluntad misteriosa y perversa, había desencadenado sus siniestros influjos sobre la población de las chacras. El mismo subdelegado policial admitió "como sumamente sospechosa la coincidencia de que el francés Bernard apareciese tan inmediatamente ligado a los tres suicidios consecutivos". Y hasta los más reacios confesaron encontrar "muy extraño el hecho de que el curandero fuese el último que hubiera hablado con dos de los suicidas y que el tercero estuviese bajo su asistencia cuando se notaron en su carácter las anormales manifestaciones que finalizaron en el fondo del pozo". Aquello era raro, terriblemente raro.
Una ola de silencioso pavor avanzó sobre la gente de la colonia, colmando las almas de ese oscuro sentimiento de impotencia y miedo que infunde la inexplicable confrontación con lo desconocido. Y el terror mezclábase con la cólera; una cólera irrazonada y ciega que amenazaba explotar en bárbaras represalias.
Aquella noche los hombres acudieron callados y amenazantes a la casa" de los Gamarra. Muchos cayeron armados con sus escopetas y revólveres; nadie inquiría el por qué de esas precauciones, como si una tácita inteligencia hubiérase establecido entre todos. Formando grupos, en el patio o en el galpón, cambiaban lacónicas frases, de las que habían desertado las habituales lamentaciones sobre el tiempo y donde ni se mencionaban las esperanzas respecto a medidas gubernativas en favor de los productores agrarios. Hablaban en voz baja de otra cosa. Con cautelosos sobreentendidos, conveníase "en que aquello no podía seguir así" y asegurábase "que algo había que hacer y se haría sin tardanza para limpiar a la colonia de elementos dañinos". Ni uno solo pronunció el nombre de Bernard, pero adivinábase en los ojos bajo las frentes ceñudas, una sola y obsesora preocupación. El hijo de Gamarra recibía significativos apretones de manos, mientras a sus oídos murmurábanse vagas y patéticas promesas. Aquello hízose tan perceptible, que el subdelegado, presente desde temprano con el único agente a sus órdenes, creyó prudente eclipsarse sin más averiguaciones. Su experiencia habíale enseñado que cuando la autoridad no puede impedir ciertas cosas, es mejor que las ignore.
Pero las consecuencias no resultaron, finalmente, tan tremendas como se temían, sea porque los designios fueran menos trágicos de lo anunciado, o bien porque la claridad plenilunar que iluminaba los campos delató a la distancía al grupo que se acercaba vociferando al rancho del francés. De todos modos, el hombre debía haber olfateado algo y estaría alerta, pues cuando sonaron los primeros ¡Mueras! y las primeras descargas de chumbos estrelláronse contra las maltrechas paredes de la choza, el curandero supo escabullirse entre las sombras del camino, desapareciendo sin dejar rastros de su oportuna fuga. No se le vio más por aquellos pagos.
El rancho ardió como paja seca y a la luz de su lumbrarada algunos se entretuvieron en cazar a balazos las enloquecidas gallinas y los conejos abandonados a su rencorosa furia por el fugitivo. Claro que el subdelegado comprobó más tarde que el incendio se debió a un accidente; a menos que hubiera sido provocado por el mismo Bernard, cuya desaparición corroboró no pocas sospechas, y que fue atribuida por los menos suspicaces a una recidiva de la viaraza ambulatoria que un día lo arrastró hasta Colonia Piemonte quién sabe desde qué punto de la tierra.
Lo que no es obstáculo para que entre los colonos se siga discutiendo el caso. Personas serias como Prezzolíni continúan afirmando que si las autoridades hubiesen procedido como correspondía, no les hubiese sido difícil dar con el paradero del prófugo. "Y una vez metido adentro el francés, se habrían sabido muchas cosas" . . .
Súpose un tiempo después que el viejo andaba por Córdoba, asegurándose haberlo visto por la campaña de James Craik o Ballesteros. Sería o no cierto; pero el caso es que alguien trajo diarios cordobeses, donde se leía que por las mismas fechas algunos agricultores de aquella zona habían sido internados en el manicomio de Oliva.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros".
(0 hr 32 min)Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.