Los polvos de la condesa
Ricardo Palma
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I
En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces.
Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a la puerta lateral de palacio.
En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menos caracterizados.
No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera.
Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.
Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.
Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo, pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.
El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe.
—¿Y bien, don Juan?—le interrogó el virrey, más con la mirada que con la palabra.
—Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca.
Y don Juan se retiró con aire compungido.
Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué se trata.
El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre de terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el valle de Rimac.
Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin específico conocido, y a no pocos arrebataba el mal.
La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su oráculo don Juan de Vega, había fallado.
—¡Tan joven y tan bella!—decía a su amigo el desconsolado esposo—. ¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tu cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro!...
—Se salvará la condesa, excelentísimo señor—contestó una voz en la puerta de la habitación.
El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.
El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó:
—Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.
El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.
II
Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de la época del gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo de Madrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaide del alcázar de Segovia, tesorero de Aragón, y cuarto conde de Chinchón, que ejerció el mando desde el 14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismo mes de 1639.
Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata holandés Pie de palo, gran parte de la actividad del conde de Chinchón se consagró a poner el Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió además a Chile mil hombres contra los araucanos, y tres expediciones contra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.
Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la América que contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de impuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vió forzado a soportar.
Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí y Huancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón y Caylloma.
Fue bajo el gobierno de este virrey cuando, en 1635, aconteció la famosa quiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo Banco—dice Lorente—tenían suma confianza así los particulares como el Gobierno. Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada Juan de la Cova, coscoroba.
El conde de Chinchón fue tan fanático como cumplía a un cristiano viejo. Lo comprueban muchas de sus disposiciones. Ningún naviero podía recibir pasajeros a bordo, si previamente no exhibía una cédula de constancia de haber confesado y comulgado la víspera. Los soldados estaban también obligados, bajo severas penas, a llenar cada año este precepto, y se prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen hombres y mujeres en un mismo templo.
Como lo hemos escrito en nuestro Anales de la Inquisición de Lima, fue ésta la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal de la fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en las mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de fe a que asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos portugueses, acaudalados comerciantes de Lima.
Hemos leído en el librejo del duque de Frías que, en la primera visita de cárceles a que asistió el conde, se le hizo relación de una causa seguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido sublevarse contra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo era calumnia, y mandó poner en libertad al preso, autorizándole para volver a Quito y dándole seis meses de plazo para que sublevase el territorio; entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores las costas del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.
¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!
Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en dos ocasiones promulgó bando contra las tapadas; las que, forzoso es decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra las mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.
Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.
III
Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración del restablecimiento de doña Francisca.
La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.
Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva bebió, para calmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua, en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuíta, el que, realizando la feliz curación de la virreina, prestó a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó la pólvora.
Los jesuítas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía todo el que era atacado de terciana. Por eso, durante mucho tiempo, los polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de polvos de los jesuítas.
El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la quinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes, vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y una pensión vitalicia.
Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de Chinchón, señaló a la quina el nombre que hoy le da la ciencia: Chinchona.
Mendiburu dice que, al principio, encontró el uso de la quina fuerte oposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pacto de dos peruanos con el diablo.
En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de la corteza de este árbol maravilloso con el nombre de polvos de la condesa.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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