El vagabundo inapetente (Cap. 2) Jose María Salaverría


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II

¡Cuántas noches, mientras guiaba mis pasos por las desiertas calles de la ciudad, he pensado en ese vagabundo amigo mío! ¿Qué suerte será la de él. ahora que el frío y la lluvia cierran las puertas del cielo, ahora que el egoísmo de los hombres cierra las puertas de las casas?

Triste y cruel es un día sin pan; pero una noche sin abrigo es algo que sobrepasa los límites de lo amargo. Además, la noche trae en su misma esencia el sentimiento de lo tétrico, el terror de la soledad y del abandono. Por más años que transcurran sobre nuestras frentes, siempre conservaremos un resto de las supersticiones infantiles. La noche provoca en nuestra alma un temor pueril hacia el misterio de la sombra, hacia las contingencias de las tinieblas, y en la noche nos sentimos recelosos, inquietos o apocados.

Cuando somos niños buscamos un refugio en el seno de nuestras madres: cuando llegamos a ser hombres, nos cobijamos dentro del amor y de la familia. Pero ios pobres, los abandonados, los vagabundos, los «solos», esos, ¿en qué seno ni en qué rincón amoroso y tibio encontrarán un escudo contra el terror?

¿Qué hará mi amigo el atorrante? ¿En qué rincón de desesperanza estará ahora mi pobre vagabundo? Así he pensado muchas noches, cuando más fuerte soplaba el viento invernal. Las puertas las han cerrado herméticamente, y detrás de las puertas de las casas han cerrado los hombres las puertas de su corazón, todavía más herméticamente. Las calles son avenidas desiertas por donde pasa un río de aguas heladas. Se siente en el aire como un roce de alas: debe de ser el genio sombrío y estéril del egoísmo, que vigila las calles de la ciudad para que ningún sentimiento piadoso traspase el umbral de los hogares y vaya a perturbar el sueño de los felices. De tarde en tarde se divisa el reflejo siniestro de la espada de un policía; su reflejo, como un ojo alerta, parece escrutar y amenazar los rincones, acechando el paso de los miserables, de los rotos, de los perros sin amo, de los niños sin madre, de los hombres sin hogar, de las mujeres sin honor, de los ladrones y de los asesinos.

En esas horas frías en que la ciudad duerme, protegida por las leyes y por la universal avenencia de las gentes que se llaman honradas, en esas horas suelo yo dedicar un recuerdo a mi amigo el vagabundo. Me lo figuro abandonado en cualquier escondrijo, aguardando a que el día le despierte, ¡ese amargo día, celador del mundo, que pone en movimiento a todos los vagos, y que, a semejanza de un severo vigilante policíaco, les dice a los rotos y a los humildes, imperativamente: «¡Ea, circulad!»

Pero hoy, a prima noche, un desengaño inaudito ha venido a sorprenderme. Mi amigo el atorrante no estaba aterido en un rincón oscuro; mi amigo andaba errante por la ciudad. Y estaba borracho...

Espíritu sagrado del vino, alma maternal del alcohol, ¿de qué dios infinitamente bueno eres hijo? Tú viniste a subsanar el error de ese otro dios infinitamente poderoso, autor del cielo y de la tierra. El Dios poderoso hizo al hombre, y lo puso en los caminos del mundo; pero allí lo abandonó a su destino, para que luchase con los otros nombres, sus hermanos. Y le concedió el privilegio del dolor, de la desilusión, de la tristeza, de la melancolía. Entonces, viniste tú, espíritu piadoso del alcohol, y refrendaste la obra aciaga del Criador. Tú acoges a las almas de los desventurados y las envuelves en la inconsciencia. Les borras la huella de la melancolía, y les quitas esa espina dolorosa que se llama pensamiento. Sin ti, ¡oh vino!, ¿cómo podrían soportar los desheredados la angustia de haber nacido?

Mi amigo estaba en el centro de la calle, y un grupo de risueños señores le rodeaba. Indudablemente los señores lo conocían. Eran gentes patricias de la ciudad, que salían de un banquete para dirigirse a un teatro, bien abrigadas y con los rostros sonrosados. Pasaban, y viendo al atorrante se dignaron saludarlo. Yo les oí reír y celebrar las cómicas ocurrencias del borracho. Oí que le llamaban por su apodo. Al final, uno de los señores sacó del bolsillo una moneda de veinte centavos y se la entregó al vagabundo. Luego so alejaron todos, bajo la luz de los mecheros de gas. Sus carcajadas sonaban de un modo delirante. «¡Adiós. piojoso, adiós!»

Entonces yo me acerqué al vagabundo y le increpé:

— ¿Qué haces ahí, Piojoso? ¿Por qué te emborrachas, miserable?

Pero en lugar de responderme, el vagabundo se entretenía en cabecear, como el titiritero que en el centro de la cuerda tensa hace esfuerzos por mantener el equilibrio. Cuando su cuerpo adquirió el conveniente verticalismo, el borracho puso la moneda sobre la palma de la mano y la miró detenidamente a la luz del farol. No pudiendo descifrar el valor preciso de la moneda, la escondió en el bolsillo del chaleco.

Entre tanto el miserable beodo cabeceaba y extendía los brazos en forma de balancín, a la manera del saltimbanqui cuando quiere mantenerse en equilibrio sobre la tendida cuerda. Logró poner en orden su desconyuntado cuerpo y se dispuso a caminar. ¿Adonde iba? ¿Qué deseo le solicitaba, o qué necesidad le impulsaba a moverse? ¿El sueño, el frío, el hambre, o acaso la sed de vino?

—¿Adónde vas, pobre hombre?

Pero el vagabundo, con una mueca difusa de su boca, me expresó estúpidamente la inconsciencia de su movimiento. ¿Qué sabía él? Marchaba por marchar, iba hacia adelante, a cualquier lado. ¿Sabe la piedra, adonde la arrastran? ¿Conoce una hoja el destino misterioso de la brisa que la empuja? Una cosa es irresponsable de su propia actividad. Se mueve una rama, porque el viento quiere que se mueva; nos movemos los hombres, porque así lo desea nuestra necesidad. Necesidad de comer, de dormir o de procrear. Nosotros somos la hoja y el viento es la necesidad. Todo consiste en sentir más poderosa o más ligera necesidad. Necesidad, ¡oh sagrada necesidad! Tú lo puedes todo, de ti proviene todo. Necesidad de amor, de poderío, de gloria, de dinero, de belleza, ¡oh necesidad, oh santa necesidad!

En aquel momento, los señores alegres que se rieron antes con las comisas torpezas del vagabundo, volvieron a cruzar la calle, y desde lejos, entre carcajadas, gritaron brutalmente:

— ¡Eh, Piojoso, márchese a dormir la borrachera!

Sin duda alguna que en el cuerpo del vagabundo había más piojos que perlas. Pero el piojo no tiene un solo valor, tiene dos: uno es el valor venenoso de la herida que infiere al cuerpo, y otro es el valor venenoso de una herida moral infligida al orgullo. Tener piojos es una doble desgracia. El hecho de tenerlos condena a un hombre a rascarse, y luego le condena a sentirse rebajado en el nivel social. La palabra piojoso, gritada por aquellos señores alegres al atorrante, me produjo un efecto deprimente, aunque no fuera dirigida a mí. Tal ocurre, por ejemplo, con las flechas o con las balas, que rebotan en el cuerpo a quien van dirigidas, y hieren a un espectador; porque hay palabras que poseen una fuerza hiriente más poderosa que las mismas armas arrojadizas.

Sentí en mi corazón el ultraje, y volviéndome hacia el borracho, con acento indignado le apostrofé:

— ¡Miserable! ¿Cómo consientes qu» te humillen los señores desocupados? ¿Cómo te resignas a ser un payaso, que hace divertir a las gentes?

El vagabundo se encogió de hombros. Parecía querer decirme : «¿Y qué quieres que haga si pesa sobre mí toda la montaña de las jerarquías sociales, además de la fatalidad de mi pobre destino?» Y después de tambalear un rato, el vagabundo tomó la embocadura de la calle, lanzándose a caminar con toda la rectitud que su embriaguez le consentía. Yo le seguí en silencio.

En la soledad de la triste calle, el extremo de la sombra del vagabundo se confundía con mis pies; detrás de mí marchaba otra sombra, la mía, como un apéndice que desea huir, y que sin embargo no resiste a la tentación de morder el cuerpo.

Todo era silencio y vacío en la calle. Transcurrida una calle, otra se abría ante nosotros, llena de la misma soledad. Los focos eléctricos trazaban en el piso una zona de luz viva; pero entre una y otra de estas zonas había una tregua de penumbra en cuyo seno se columbraba tal vez la silueta de algún gato receloso, de esos nocturnos gatos que el imperativo del amor lanza a temerarias, a veces trágicas aventuras. El gato, cuando nos veía pasar, se guarecía en la zona de penumbra, y ojo avizor, el lomo curvo, las garras apercibidas, aguardaba la probable acometida nuestra. Porque los gatos, egoístas y crueles, conocen al hombre y saben que el hombre es como ellos: egoísta rapaz. Únicamente el perro, eterno iluso, está engañado en sus juicios sobre el hombre, y lo ama siempre.

El atorrante pasaba de una a otra calle con decidido ademán. A veces titubeaba, como aquel que ha perdido el rumbo. Trazaba algunos vaivenes incomprensibles, deteníase un momento, palpaba una puerta cerrada y luego seguía andando. ¿Qué buscaba en aquellas puertas? Lo que la noche le negaba: abrigo. Pero quién sabe si lo que él buscaba con más ahinco era el abrigo cordial del amor... La noche estaba cerrada. Para los vagabundos no había rincones de amor. ¡Sigue tu camino, hombre desgraciado, que la ciudad está sorda!

En el cielo brillaba la luna metálicamente. Era una luna corva, como la hoja de un cuchillo fenomenal. Su luz blanca y fría cortaba lo mismo que el acero. Allá lejos, cerca del horizonte, unas nubes grandes y abombadas recibían de soslayo la luz lunar, y Sus perfiles se iluminaban de un modo fantástico. El alma que contemplare aquellos divinos perfiles de las nubes remotas, se figuraría una suerte de interpretaciones poéticas. Es asi como se miran los fenómenos del cielo a la edad impúber, llena de ensueños; las estrellas y la luna, las nubes y los ocasos de oro, sugieren entonces al alma interpretaciones de una gloria sin fin, y entonces es también cuando el adolescente se imagina que el mundo es inextinguible, que las consecuencias del placer son infinitas, y que el mundo se halla poblado de misterios inacabables. Después llegan los años, y sólo con seguir los pasos de un vagabundo se tiene ya la clave de este pequeño, limitado, tacaño mundo.

Al desembocar de improviso en una plaza vacía, la luz de la luna le dio en el rostro al atorrante igual que una bofetada. El vagabundo se paró, y alzando la tambaleante cabeza, puso su mirada en la faz de la luna como queriéndola interrogar.

¿Qué buscas en mí, luna despiadada? ¿Por qué te burlas de mi miseria? ¿Quieres unir tu crueldad a la de los hombres? ¿No tienes en los caminos de la tierra otros seres a quienes perseguir con tu luz hipócrita y sensual? Busca a los enamorados en celo, y alumbra sus arrebatos libidinosos; delátalos, o sírveles de alcahueta y de incentivo. Vigila al ladrón que palpa la cerradura con temblorosa mano, guarecido en la sombra. Pero déjame a mí, el último y más inofensivo de los hombres. ¡Luna cruel y fría, encubridora del crimen y de la lascivia; eterna embustera, sugeridora de mentiras ideales, simuladora de romanticismo, tópico de los poetas, esos seres ociosos y estúpidos! ¡Luna, no ultrajes a los débiles!

El vagabundo se dirigió a una puerta y llamó con vigorosos golpes: nadie le respondía. Más adelante se detuvo enfrente de otra puerta y llamó también; pero las puertas retumbaban sordamente, sin que las abriera nadie. Eran puertas macizas; por sus resquicios salían aromas acres, mezcla de vino, cerveza y aguardiente. El vagabundo olía esos aromas familiares y llamaba, porque su cuerpo helado, su corazón arrecido, buscaban el consuelo de ese dios abrasado y benevolente del alcohol, suprema caricia de los desventurados. Pero hasta ese dios benigno se había ocultado en aquella noche de desolación.

Mayaban los gatos allá arriba, pronunciando sus largas, sus siniestras y quejumbrosas protestas de amor. Dos gatos, en equilibrio sobre el borde de un alero, se abalanzaron el uno al otro y reñían furiosamente, en una de esas trágicas contiendas que se verifican en los tejados y azoteas, teniendo como espectador tácito a la luna. Los dos gatos, unidos por el odio, cayeron como una pelota al suelo, precisamente delante del vagabundo. Al golpe de los cuerpos, el atorrante se estremeció, se detuvo. Los gatos huyeron, rengueando. Pero el atorrante, poseído de una extraña estupefacción, adelantó el cuerpo hasta el borde de la acera y miró con ojo atónito en la penumbra. Nada se columbraba ya: los gatos habían huído, y la calle guardaba el secreto de aquella rápida y feroz aventura.

Entonces el vagabundo se sentó en el suelo y pareció interrogar a la noche sobre el motivo de tanto misterio. Adivinábase en él la más profunda perplejidad. Todo en torno a él eran causas y efectos incomprensibles. Los fenómenos ocurrían de una manera ininteligible, y para su pobre mente las cosas no tenían explicación. Le rodeaba el misterio. Preguntaba, y nadie le le respondía. La ciudad, hermosa y rica, teniendo tanta opulencia, se le cerraba a él herméticamente y lo dejaba abandonado. Las tabernas, hechas para producir alegría y calor, se cerraban también, por una rara incongruencia nocturna. Y estando el mundo atestado de hombres, he ahí que él, un hombre sin calor ni alegría, veíase tan solo como en el más vacío de los astros muertos. Hasta los sucesos de la calle, el simple golpe de dos cuerpos gatunos que caen desde el tejado, se ocultaba sigilosamente a su entendimiento.

Sentado al borde de la acera, inmóvil, la mirada errátil, el pobre borracho parecía preguntar: «¿Qué significa todo esto? Este es un mundo atrabiliario e incongruente. En el mundo viven hombres que están confabulados; poseen la llave del secreto de la vida. Pero a mí me abandonan. Yo estoy fuera del radio de los fenómenos habituales. El mundo habitual me ha arrojado fuera de la órbita del realismo, y yo me mantengo en una esfera sin realidad, absurda. Pero sólo por el hecho de nacer, ¿no tenía yo derecho a una participación en la vida positiva? Será que soy un aspeado, un contumaz soñador, un prófugo sumergido en el ensueño de la ociosidad y de la embriaguez. La vida tiene un sentido trágico, y yo he querido entender que el sentido de la vida es platónico. Los hombres se obstinan en permanecer tensos, vibrantes, como soldados en su puesto de honor de la batalla; yo persevero en permanecer laxo y distraído. La vida me expulsa fuera de su órbita. ¡Acaso tengan razón!»

Entendí que el vagabundo lanzaba un suspiro. Lo que sí fue cierto es que se puso de pie y manoteó con vehemencia, como quien habla con una legión de sombras contradictorias. Luego descendió por la breve cuesta que separa la ciudad del puerto, cruzó los jardincillos del Paseo Colón y entró en la zona de los muelles.

Allí las naves dormían su sueño pesado. Grandes monstruos aventureros reposaban al calor del muelle. Hasta que el viejo capitán las despertase con un grito brusco: «¡Ea, grandes naves, a la mar!» Y las naves, desentumeciéndose, pondrían su proa al horizonte y hundiríanse en nuevas y problemáticas navegaciones.

Había junto a un depósito de la aduana varias carretas, con las astas hacia arriba, ofreciendo un hueco en forma de cabaña; allí pudiera muy bien improvisarse una vivienda. No importa que el aire, la lluvia y el frío barriesen el ámbito de aquellas improvisadas viviendas; cuando se es pobre, pero pobre solemne, la imaginación suple a la realidad. Los pobres se calzan zapatos rotos, comen sopas sin grasa, y se figuran que van abrigados y alimentados. La imaginación es una moneda que la Providencia regala a los infelices; no importa que la moneda sea falsa, ni que los útiles que se compren con tal moneda sean falsos y utópicos: el resultado final es uno. Todo consiste en la fe. Creerse feliz o serlo realmente es idéntico. La misma ilusión de dominio tiene un comerciante poderoso que esas niñas humildes que juegan a «comprar y vender». ¿Quiere usted comprarme diez centavos de pimentón?», dicen. El pimentón consiste en polvo de ladrillo. Pero un sesudo comerciante no siente la posesión real de su pimentón, traído desde lejanos países, tan fuertemente como la niña percibe la realidad de la posesión de su mercancía imaginaria.

En fin, el atorrante se dirigió a un carro y palpó en la sombra. Un brusco ladrido le hizo retroceder. Meditó un momento, invadido por una última y melancólica perplejidad. Después, como quien acepta la situación fatal de excluido, se tendió fuera del hueco del carro, entendiendo que hasta el can podía disputarle aquel miserable abrigo. Estaba fuera de la órbita de la vida social. Era un excluido... A los pocos segundos el borracho roncaba. ¡Cómo era de frío el aire en aquel momento!

Yo me volví a mirar la luna, que en un extremo del cielo hacía una mueca de insuperable crueldad. Sus dos agudos vértices se volvían de lado: simulaba un rostro punzante que ríe, después de haber contemplado una escena cómica.

¿Es de veras, entonces, que las cosas que nosotros suponemos trágicas y estupendas, para una interpretación sideral y eterna son sucesos pueriles, cómicamente baladíes?...

 


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.