La fría mano del misterio


Read by Alba

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Después del casamiento, mi mujer me arrastró rápidamente hasta el coche. A la puerta de la iglesia, de pie sobre las losas que cubrían las tumbas de los feligreses, los padres de Osvina lloraban. Mi suegro era alto, delgadísimo, de corva nariz; tenía los ojos redondos; su mujer era enjuta también, enlutada, triste. No hablaron; sacudían sus manos como manojos de raíces. Apenas había amanecido y la lámpara del altar se veía en la obscuridad de la iglesia como un ojo de fuego parpadeante. Llovía. Cuando arrancaron los caballos, mi mujer alzó las ventanillas y se acercó a mí, temblando, con una inquieta mirada de temor.

Puedo jurar que soy un buen creyente; el cura de San Eleuterio puede decir cómo todas las tardes, al toque de Angelus, entraba yo a rezar largamente en la iglesia. Pero yo tengo el espíritu enfermo, muy enfermo... Yo he querido alejarme de supersticiones y de brujerías, y ellas me han cercado y perseguido siempre: alguna puertecilla estaba abierta en mi alma, por la que ellas venían. Creo estar en pecado mortal. Rezaba y rezaba y el Espíritu Malo reía tras de mí. Una vez, en la iglesia de San Eleuterio, he visto alzarse la losa del sepulcro del conde de Ginzio y, por la abertura, curiosear unas cuencas vacías. Otra vez, también después del Angelus, cuando todo el templo estaba solitario y tranquilo, vi con mis tristes ojos al difunto abad de Racemil atravesar la nave y entrar en el confesonario donde en vida se sentaba para oír los pecados de las devotas. Cuando me casé, Osvina me quiso explicar estos misterios. Ella sabía hablar con los espíritus; la había enseñado su padre. En la sala grande y pobre de su caserón, alguna noche había visto yo a mi suegro alzarse de pronto, con los ojos redondos brillantes y agrandados, y extender sus manos sarmentosas hacia las tinieblas. Entonces pasaban unas tenues sombras por el círculo de luz que el quinqué proyectaba en el techo, y yo huía, amedrentado.

Y Osvina me lo había dicho todo. Habían evocado una vez el espíritu de su primer novio, aquel que murió una noche de tempestad, en las aguas alborotadas de la ría, cuando se obstinó en cruzar él solo de margen a margen para ver a la amada. Los marineros no quisieron partir y marchó él en la dorna, jurando por Dios que habría de llegar junto a Osvina. Murió. Dos días después la corriente arrastró a flor de agua su cadáver. Sobre el vientre hinchado y deforme se había posado un cuervo, triste y quieto, con el corvo pico oculto entre las negras plumas.

Desde la evocación, Osvina temblaba al recuerdo del novio muerto. A veces, en nuestra charla de enamorados, se interrumpía ella bruscamente y miraba hacia atrás con sus ojos también redondos y grandes, como si hubiese oído pasos a su espalda. En más de una ocasión intentó referirme el trance extraño de aquella entrevista de ultratumba, y siempre calló, angustiada por un temor agudo... Yo bien sé que no debí casarme con ella, pero aquellos ojos verdes y enormes me atraían como una tentación. En sueños los veía, solos, separados del rostro, brillando sobre un fondo negro... Acaso fuesen, sin embargo, los ojos del padre.

* * *

Era de noche ya cuando llegamos al pueblo. El coche se detuvo en una calle estrecha, de antiguas casas cuyos muros había ennegrecido la lluvia. La dueña de la fonda nos recibió alzando sus cortos brazos. Era anciana ya, diminuta, de lento y sordo hablar. Cuando joven, había sido criada en casa de Osvina. Nos precedió hasta una habitación; hizo acomodar nuestras maletas. Luego, inmóvil en el umbral, con las manos cruzadas sobre el vientre, observó:

—¡Qué guapa está mi joven señora!... ¡Tantos años pasados sin verla!

Después se dolió de su vejez, se dolió de su suerte:

—No hay en la casa más que don Amaro el médico, y su esposa. ¡Son malos tiempos, son muy malos tiempos, mi joven señora!...

Avanzó para ayudarla a cambiar sus ropas; nos guió después al comedor. Don Amaro y su mujer aguardaban ya, ante la mesa. Él tenía abundante pelo gris y una frente enorme y unos ojos pequeños, de agudo mirar, amparados por unas gafas gigantescas. Su mujer era joven, casi una niña aún, hermosa como un bien de Dios; en todo su rostro había una enorme serenidad inconmovible, una quietud total, la absoluta ausencia de gestos; sus ojos eran como los ojos de una muñeca, que miran sin ver. No la he visto jamás reir, ni llorar, ni emocionarse. El velón de tres brazos que alumbraba la mesa hacía lucir sus rubios cabellos con el mismo tono suave de la miel. Comía con movimientos reposados e iguales, como obedeciendo a un oculto aparato de relojería que la rigiese. Sentada frente a mí, sentí durante la cena el peso constante de su mirada, tan insistente, tan tenaz, que pudo turbarme. El médico parecía no advertirlo. Al terminar, se alzó, cogió del brazo a su mujer y salieron. La vi marchar erguida, muda, solemne, con cierta rigidez en sus movimientos... el doctor hablaba a su oído algunas palabras confusas.

Aun le oímos charlar después, ya en nuestra habitación, contigua a la de ellos. Al través del tabique, la voz del doctor llegaba sordamente; parecía al principio cariñosa, después, semejaba rogar. Se oyó sólo la voz de don Amaro. Se hizo el silencio al fin. Entonces, de todos los rincones de la casa vetusta pareció brotar la melancolía. Nuestra lámpara alumbraba débilmente; el pabellón del lecho arrojaba a la pared su sombra como la sombra de una negra Estadea. Callábamos, presa de una vaga inquietud. Se sentía un leve zumbar: quizás el de la sangre en los oídos; quizás el de los espíritus que vuelan en la noche; quizás era, tan sólo, la vida misteriosa de la casa. Las casas tienen también su vida. Algo de la substancia espiritual de los que en ellas moran, va quedando en los rincones obscuros, en las paredes, entre las vigas del techo, hasta en los ocultos agujeros que abre la polilla. Es una vida formada de muchas partículas de vida. En las casas antiguas, por las que han desfilado las venturas y las tristezas de muchas generaciones, esa vida es tan fuerte que influye en la nuestra. Nosotros no la podemos ver, en la aparente quietud de las cosas, pero existe: los espíritus de los niños, sensibles a todo influjo, cercanos a lo sobrenatural, de donde vienen, la advierten con mayor claridad: así sienten en las habitaciones obscuras un vago terror. Y a veces, nosotros, al quedar solos en una casa en silencio, hemos sentido como la presencia de otro ser misterioso que nos acechase; y entonces hemos sufrido un impulso vehemente de huir. ¡Oh, sí: podéis creer en el espíritu de las casas, que a veces es trágico, que a veces es sonriente y protector!... El que supiese leer en esos ligeros rumores de que se llenan los edificios durante la noche, conocería muchos secretos tenebrosos.

Y nosotros sentimos despertar la vida del caserón: pasos imperceptibles, que se advierten porque cruje la madera del suelo; un suave rumor, como de charlas contenidas; una risa ahogada que se confunde con el trotecillo de un ratón... Desde el fondo de un espejo nos atisbaba algo invisible. Osvina, pálida, fría, miraba hacia los rincones obscuros; ¿qué adivinaba su alma, hecha al horror?... Yo miré sus grandes ojos redondos, dilatados de espanto. Y en los verdes iris vi claramente el rostro enjuto y el puntiagudo mentón y la corva nariz de su padre, inclinada hacia el pecho, como el pico del cuervo que se posó una vez sobre el cadáver del novio muerto en la ría lejana.

***

Si las palabras llegasen a expresar toda la fuerza de lo sobrenatural, yo podría enloqueceros con el relato de aquellos días angustiosos pasados en el caserón, mientras fuera caía implacablemente la lluvia. El cielo era obscuro como la alcoba de un enfermo; frente a nuestras ventanas se alzaban los muros de la catedral, y los monstruos de las gárgolas vomitaban incesantemente el agua turbia de los tejados, como en una náusea continua. Mi mujer, enovillada en el diván, más pálida que nunca, más transparente su piel, callaba y callaba, en un silencio desesperante y tenaz. Había sentido vagar por la estancia el espíritu del novio muerto, hosco y vengativo, y se advertía sobrecogida por un pasmo de horror. Una noche, al saltar al lecho, asombrado por el pabellón carmesí, gimieron las tablas con un largo lamento. Entonces Osvina huyó, acongojada:

—En esta cama alguien murió sin confesión—me dijo.

Y no quiso volver a ella. Todas las horas de la noche las pasó en el diván. ¿Dormía? Entre las cortinas de la cama yo la vi con sus manos extendidas hacia el espejo, suelto el cabello, entreabierta la boca, hipnóticos los verdes ojos enloquecidos. En el cristal azogado brillaban otros ojos también; cuando me incorporé para abarcar la escena, volvió a oírse el gemido del lecho. Entonces ella dejó caer sus manos, y una sombra huyó de prisa por el espejo, con las mismas largas piernas del padre... A veces, la oía hablar confusamente, como si soñase. En una ocasión me despertó una hora sonando en el reloj de la catedral; abrí los ojos. Volaba una mariposa sobre la llama del velón, y las alas fingían en el techo una sombra de garra. Bien vi acercarse la sombra hasta mi mujer, como unos dedos dispuestos a apresar fuertemente. Gimió ella en el diván, como bajo el influjo de una pesadilla. Entonces la mariposa ardió en la llama. Hubo una súbita claridad, y todo quedó nuevamente encalmado.

***

¿Quién reía así en el caserón?... ¡Oh! Es seguro que jamás entre aquellas paredes hubiese sonado otra vez la risa. Era una carcajada aguda que atravesaba los muros como un estilete de acero, fría, sutil, inquietante. Una vocecita atiplada gritó:

—¡Eh, buena ama, vieja ama, eh!... ¿Aún no os ha pedido posada el diablo?

Y la hostelera replicaba con su tono habitual, doliente y mustio.

Aquella tarde conocimos al nuevo huésped. Era un hombre chiquito y gordo, ágil como una pelota que fuese de bote en bote, inquieto, charlatán. Tenía millares de arrugas junto a los ojos minúsculos y su boca se abría, para reir, en toda la extensión de las mejillas. Saltaba, más que andar. Habíamos comenzado la cena cuando él salió con estrépito de su cuarto y llegó a ocupar su asiento, al otro lado de Elena, la mujer del doctor. Pero botó en la silla, apenas sentado, para gritar:

—¡Eh, vieja, vieja!... ¿Por qué habéis puesto hoy el velón de tres brazos?...

Y se precipitó a incendiar su servilleta, arrollada como para formar una antorcha. La posadera acudió con otra luz más. Entonces él suspiró satisfecho y arrojó la quemada servilleta.

—Es—dijo mirándonos—que los velones de tres brazos atraen los espíritus.

Osvina lo miró a su vez, calladamente. El hombrecillo gordo gritó:

—A mi vecina no le molestan los espíritus.

Y rompió a reir escandalosamente, echándose hacia atrás en su asiento, mirando a Elena con sus ojillos llenos de malicia.

Elena no contestó. Como siempre, tenía fijos en mí sus ojos serenos. Ni aun se movió un solo músculo en su rostro. Don Amaro, lívido, más encrespados los grises cabellos, arrojó el tenedor sobre la mesa, gruñendo:

—¡Cada cual vive la vida que tiene!... No puedo tolerarlo a usted...

Cogió a su mujer del brazo y se fueron. El hombrecillo se desmayaba de risa. Luego continuó devorando, como si repentinamente se hubiese olvidado de todo. Cuando calmó su apetito, me miró fijamente:

—¡Oh!—hizo, con un gesto de alegre sorpresa.—¡Samuel, mi admirable Samuel! ¿No conoce usted a los amigos?

—Señor—protesté—no soy Samuel. Me llamo Héctor; no le he visto a usted en toda mi vida.

El rió:

—¡Eh! ¿No me ha visto?... ¿Dice que no me ha visto?... El viejo judío Samuel, que tenía su tienda en Stettin, no me ha visto nunca. ¡Ji, ji!...

Tuvo otro largo acceso de risa, y tosió. Entonces asió la copa de agua y la acercó a sus labios; pero el agua se desparramó por el mantel, totalmente, como si un émbolo la impeliese. El hombrecillo tornó a posar la copa vacía, con un gesto melancólico:

—¡Siempre me ocurre así!...

Y apuró el vino, con un ademán resignado.

Después de cenar, nos siguió a nuestra alcoba y se sentó en el diván, a mi lado.

—Y bien—dijo.—¿Para qué fingir? Cada cual vive la vida que tiene, como dijo el doctor. Yo estoy muy contento por haber hallado a un viejo amigo.

Encendió su pipa.

—Ya hace cien años, ¿eh?...

Fumó unos largos minutos.

—Yo hice un buen negocio con Juliano Swart. ¿Recuerda usted a Swart?... ¡Qué bien bebía la cerveza negra de Stettin!... Decidimos que el espíritu del que muriese primero avisase al otro los medios de la inmortalidad. Firmamos el pacto con agua bendita, en una hoja de pergamino. Desde entonces no puedo probar el agua; el agua huye de mí. El pobre Juliano murió un día en que había bebido más cerveza que nunca y durmió sobre la nieve. Después vino, obediente al pacto, a traerme el secreto. Pero los espíritus se han indignado contra él. Ahora quieren matarme.

Volvió a envolverse en humo y volvió a reir.

—Pero yo les he burlado bien. Mientras duermo, corren furiosamente por la estancia y derriban los muebles. Al principio, el estrépito me producía insomnios. Ahora, me he acostumbrado y puedo dormir.

Bajó la voz para contarme:

—Pongo una calavera en la puerta de mi alcoba, y los espíritus se precipitan en ella. ¿No conoce usted ese amor a su vieja cárcel, que los lleva a entrar en los cráneos muertos y vacíos?... En el fondo de una calavera hay siempre algunos espíritus detenidos. Por eso infunden a las gentes ese temor que ellas no saben explicarse. Con la calavera en la puerta, duermo confiado.

—¡Es una ratonera!—agregó.—¡Una buena ratonera!...

Y, feliz por habérsele ocurrido la comparación, volvió a reir con su risa aguda que atravesaba todos los muros.

Luego dió dos brincos sobre los muelles del diván y marchó a acostarse, sin decir adiós.

Yo no le detuve. En aquel instante, como un relámpago vivísimo, advertí la visión de una vida anterior. Me vi alto y flaco y amarillento, tras un mostrador, en una covacha sombría, en una calleja de Stettin... Recordé haber conocido a aquel hombre pequeño y grueso como un barril de cerveza. Quise precisar, sujetar mi memoria; pero mi memoria huyó a saltitos, como el compañero de Juliano Swart.

***

Mi mujer languidecía. Aquella tarde había hablado de que era precisa una separación. En las sombras de los rincones veía siempre el espectro del novio difunto. Cuando me acercaba a consolarla, me rechazaba, poseída de un agudo terror. Yo la miraba tristemente, suspiraba y volvía a callar.

Llovía; llovía siempre. Junté mi frente a los cristales y vi cómo los monstruos de las gárgolas vomitaban el agua sucia de los tejados. Al final de la galería advertí de pronto la blanca figura de Elena, que me miraba. Entonces tuve como un enternecimiento súbito, como un ansia de amparo cerca de aquella mujer reposada y sana, que no tenía en su espíritu ansias atormentadoras ni turbas de fantasmas agitadores. Saludé tristemente. Ella siguió mirando, sin contestar. ¡Qué serena paz la de sus ojos!... Me acerqué a ella con lentitud. Comencé a hablar:

—¡Usted es feliz, señora: usted es feliz!...

No respondió. Yo abrí mi corazón angustiado y narré todas mis cuitas:

—Osvina no me quiere.

Me invadía la paz de su mirada; de pronto me asaltó un pensamiento, que fue la última llamada de la felicidad en las puertas de mi alma. ¿Me amaría Elena? ¡Aquellas sus largas miradas, aquella su quietud!... Yo sentí el suave e isócrono susurro de su aliento. Era hermosa como una visión de cuento de hadas. Mi ternura creció. Arrojéme a sus plantas y rompí en sollozos sobre sus manos blancas y tibias:

—¡Oh, Elena, Elena!... ¡Yo soy muy infeliz!...

Ella se dejaba acariciar, inmóvil, quizás petrificada en compasión. Sobre mi cabeza abatida, sus ojos estaban clavados en un punto lejano, con aquella su fijeza constante. Besé sus dedos afilados. Entonces sonó la risa del hombrecillo. El hombrecillo estaba detrás de mí, jubiloso:

—¡Ah, ah... el viejo Samuel, que enamora a la mujer de don Amaro! ¡Ah, ah!...

Me erguí, entre azorado y colérico. Elena no se alteró. Murmuré con saña:

—¿Quién le autoriza a usted para insultar a una dama?...

Siguió riendo aun. Uní mis manos en torno a su cuello, en un impulso de ira.

—¡Eh!—gruñó, desasiéndose—¡eh, viejo Samuel!... Un poco de calma. Yo no he insultado a la dama de tus amores. Esta señora no se ofende jamás.

Después se empinó para decirme al oído:

—Elena no tiene alma.

Vió mi gesto y rió otra vez. Elena, quieta, con su eterna expresión, parecía ajena al momento, como sumida en su distracción habitual.

—Elena no tiene alma, viejo Samuel. Era pupila del doctor e iba a morirse. El doctor logró salvar la materia, restaurar vísceras, ligar tendones, poner en marcha otra vez toda la maquinaria del organismo. Pero concluyó tarde su faena, y el alma se había escapado ya. ¡Je, je!... ¡Tiene un gran talento don Amaro, pero no podrá encontrar el alma de su Elena!...

Oyéronse unos golpes secos sobre la madera del piso.

—Es la calavera, que salta—explicó.—Está llena de espíritus.

Y continuó:

—El doctor se casó con su pupila, pero no pudo conseguir que le amase. Elena no siente más que el hambre, la sed, el sueño, la fatiga... ¡Es una hermosa muñeca mecánica!...

Los golpes volvieron a oírse en la estancia vecina. El hombrecillo suspiró:

—Está demasiado llena la calavera. Tendré que vaciarla. ¡Eh! ¿Por qué no da usted un abrazo a la bella Elena?... No habrá de contarlo nunca; nadie se habrá de enterar, ni aun ella misma.

Y le hizo gracia la idea y tornó a sus explosiones de alegría. Sonó entonces un golpe mayor y pasó un instante de silencio.

De mi alcoba vino el grito de espanto de Osvina. Nos miramos; el hombrecillo había palidecido también. Hizo girar sus pequeños ojos metálicos y se puso lívido:

—¡Han escapado, voto a...!

Salió. Yo le seguí. Sobre el diván, Osvina, pendiente la negra cabellera, estertoraba; todas las sombras del crepúsculo se habían reunido en una sola sombra inclinada hacia ella, como apresándola. Vi asomar un instante al espejo el rostro de su padre, invadido de desolación... Huí... En el pasillo tropecé con los trozos de la rota calavera; salí a la calle... Corría, corría... El hombrecillo gordo brincaba tras de mí, moviendo ágilmente sus cortas piernas.

Corría... soplaba... A veces oía su voz angustiosa que suplicaba:

—¡Eh, viejo Samuel: espera por mí!... ¡No me abandones, viejo!...

Pero yo sabía que algo invisible avanzaba tras nosotros. Y corría sin contestar, seca la boca, erizado el cabello...

Publicado en "La voz de la Conseja" compiled by Emilio Carrère.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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